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MORIR AHOGADO era el terror de una infancia como la mía que remojaba el culo y el anzuelín en el pozo del Burro o el de la Chon, piletas populares del Bernesga; no había otro modo; ni éramos de la Oje para colarnos en la piscina del Hispánico ni la Venatoria estaba en el horizonte social de nuestra cuna. La otra mitad de la chavalería iba a La Candamia. Los dos ríos de la ciudad aún se parecían a un río y pescábamos cangrejos colocando ladrillos en el agua para que se colaran en sus agujeros; salían de seis en seis. El río era jungla de chopera y aún rebullía de vida con unas nutrias empadronadas aguas arriba del puente de San Marcos. Los barbos eran curiosos y las bogas se pescaban con caldero al lado. Regresar a casa con estas evidencias, con unas bermejuelas ensartadas en mimbre o con rastros de habernos bañado comportaba regañina en primera instancia y zurripanda en reincidencia; y a la tercera se lo digo a tu padre, que era palabra mayor y guantazo superlativo. El ahogamiento era pánico popular. Aquellos veranos se enlutaban muchas veces con la muerte de un crío, con el tributo mortal de un bañista por un corte de digestión. Terrible entonces. Un colega de mi clase se ahogó en el Torío y nos duró el terror dos semanas. Pero volvíamos a las andadas, esto es, a las mojadas, a los temerarios lanzamientos de cabeza desde una bisera de sierro que hacía el talud de la cárcaba, a bucear en pozones de raíces y demonios. Nos daba pavor lo que contaban de la agonía tremenda del que se ahogaba y nos lo ponían en gráfico: en ese instante a cualquiera que le ofrecieran un hierro candente se agarraría a él aunque supiera que abrasaría y perdería la mano. Y aún así, repetíamos tarde de río como en llamada ancestral para conjugar la vida, que es lo mismo que declinar la muerte. Y en sus choperas buscábamos los nidos de milano y urraca-pega para tocarles los huevos o por pura maldad. Pobre del pego que cayera cerca de nuestras averiguaciones. Acababa loco y aburrido, bizco o desplumado. Hace días en Las Salas, Esla de fragor, dos jóvenes en piragua fueron engullidos por el fatum de la muerte agazapada que aguarda en los remolinos. Revivieron mis entrañas la angustia y desesperación del ahogado. He palpado alguna vez la frontera de ese trance. Este verano seco llora tragedias.