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LAS COSAS COMO SON

Naturaleza y servicios públicos

Publicado por
ANTONIO PAPELL
León

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LOS RESPONSABLES del reciente apagón de las Baleares, debido a una sobrecarga por exceso de demanda, que ha provocado críticas acerbas por tan grave imprevisión ocurrida en plena temporada turística, habrán sentido una íntima satisfacción al comprobar que la primera potencia de la tierra, la más avanzada y con diferencia en el desarrollo tecnológico, acaba de padecer la misma contrariedad, corregida y aumentada por la envergadura y el alcance del gran fallo eléctrico. Cincuenta millones de personas del Sureste del Canadá y el Noreste de Estados Unidos han sido víctimas de un desastre que resulta ante todo un puro anacronismo: no es de recibo que el gran gigante industrial norteamericano, que ya padeció hace poco vergonzantes apagones en California, continúe mostrando grietas tan primitivas. Como suele suceder en estos casos, resultará muy difícil aclarar responsabilidades. Las autoridades norteamericanas se han apresurado a culpar del fallo a la central canadiense de Mohawk, en el Niágara, que habría sufrido una sobrecarga. Para los canadienses, sin embargo, la causa habría sido la caída de un rayo en la central norteamericana Con-Edison, también en el Niágara. Poco después, el alcalde de Nueva York, Michael R. Blomberg, atribuyó la crisis a una sobrecarga en Québec, que provocó un incremento de la demanda de electricidad procedente de Estados Unidos. Acto seguido, el ministro de Defensa canadiense culpó del problema al fallo de una central nuclear norteamericana de Pensilvania... Y no han faltado los rumores que atribuían el desastre al virus informático Lovsan, actualmente muy activo... Con toda probabilidad, y como siempre ocurre en estas crisis, el apagón se debió a la concurrencia de varios fallos. Lo cierto en todo caso es que se produjo durante el día más caluroso del verano, en el que Nueva York alcanzó los 40 grados. El calor ha producido estragos también en Europa, como es bien conocido. Gigantescos incendios han asolado grandes zonas de Francia, Italia, Portugal y España, provocando la consiguiente devastación y docenas de víctimas mortales -cinco de ellas en España-. El hecho de que los servicios de extinción «se vean desbordados» por la magnitud del siniestro demuestra que ha habido imprevisión y que no se han habilitado los medios necesarios. Pero el calor, ciertamente inusual pero no extraordinario, no sólo ha superado la capacidad de los servicios de bomberos: también la atención sanitaria se ha visto rebasada por la gran demanda de atención provocada por la canícula. En Francia, ya se habla de más de 3.000 muertes directa o indirectamente provocadas por la climatología adversa, y un alud de visitas a hospitales que ha generado el desbordamiento de los servicios sanitarios, afectados por las vacaciones de muchos de sus profesionales. No debería ahora ignorarse el riesgo de lluvias torrenciales al final del verano y en otoño en las zonas más castigadas por el calor de agosto. Sería inconcebible que no se preparase con todas las cautelas tal eventualidad, anunciada por los meteorólogos, liberando los cauces fluviales de toda clase de obstáculos y desplazando a las personas que vivan o estén instaladas en zonas inundables. La flagrante impotencia de nuestra orgullosa civilización ante los fenómenos naturales -el calor, en este caso- debería suscitar una reflexión, que realmente habría de versar sobre la endeblez y debilidad de nuestros servicios públicos. Ni los sistemas contra incendios funcionan cabalmente cuando el fuego arrecia, ni las redes de electricidad soportan un tirón de la demanda -que puede ser excepcional pero que no es en modo alguno imprevisible-, ni los servicios hospitalarios son capaces de afrontar una epidemia o el resultado dramático de un generalizado golpe de calor que, en sus efectos, viene a ser lo mismo. En definitiva, el reiterado fracaso de los servicios públicos en nuestros opulentos regímenes democráticos es un signo muy preocupante de la decadencia del propio Estado.