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UN PEDO DE COLORES era aquello, una bombonera en ruedas, un concejo de brillos incompatibles, la repera en cromados, un estallido de chorraínes sembradas al albur chirriando a gran distancia, o sea, un buga de tunning, que así le dicen ahora a la segunda fase de aquello que empezó con pegatinas, un perrito de cuello roto y bamboleante, cortinillas y aquellos cojines que bordaba la parienta para que la bandeja de atrás del coche pareciera una salita. Es moda. Y son coches, aunque parezcan bibelots de escaparate. Me crucé con uno de ellos por andurriales del Órbigo. Iba sin duda a alguna concentración de la especie. Se le notaba porque no corría como cagando tariles, que es lo propio de vehículos trucados por quien quiere y no puede, sino que a paso de burra se recreaba en el lucimiento para robar miradas de escojonación o de espanto, que también es lo propio. La pasta gansa que cuesta metalizar el mal gusto es una morterada. Su equipo de sonido pedorrea más decibelios que la banda de un tabor de regulares. Ancho se sienta el que conduce y gordos son los piropos que cosecha: macarra, hortera, inflapollas y así. Les va la marcha. El primer reproche que suele hacerse de esta tribu tunnera es el inútil y tremendo coste de esta su manía, los dineros que se despilfarran en forrar la vulgaridad y sus delirios. Hay quien se escandaliza. Y los hay que incluso se rasgan las vestiduras, esto es, una blusa de Armani, una falda de cincuenta mil, un traje de ciento y más, una chaqueta de estambre que es un atraco... y para no deslumbrarse con la explosión de destellos que chorrea la carrocería estiran la muñeca en la que luce un patato de cara imitación para colocarse ante los ojos unas gafas de sol de un diseñador chorra por las que pagó trescientos euros de dolor. Y ponen a caldo al hortera en su vehículo, quien, a su vez, quizá no alcance a entender por qué se gasta tanto la gente en ropa y zapatitos, cuando con un pantalón y una camiseta se resuelve la desnudez y el frío sin caer en la payasada carnavalera con la que la gente carroza también su vulgaridad y su poca cosa, esos trapos, esa moda de marcas que los listos han inventado para forrar a los pretenciosos y, de paso, forrarse ellos. A fin de cuentas, un coche de estos y doña Elpidia con sus vestidazos y su pelu son lo mismo. Se carrozan.