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Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

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EN NIGERIA, cuna del hombre prehistórico, perdura aún cierta prehistoria moral. La jerarquía de ese país no para de sorprendernos y, aún más, nos arroja de vez en cuando a la cara los frutos amargos del fanatismo disfrazado de religión o cultura. Además de prácticas injustificables como la ablación genital femenina, en octubre de 2001 Amnistía Internacional hizo saber al mundo el caso de Safiya, una mujer de 30 años que había sido acusada de adulterio, y condenada por esa circunstancia a morir lapidada. La citada ONG, ante tal grotesca violación de los derechos humanos, denunció el caso debido a que Safiya había sido severamente discriminada por su condición de mujer, su culpabilidad se había basado en pruebas improcedentes y nadie llegó a investigar -ni siquiera a tomar en consideración- el argumento que ella alegó en su defensa: que había sido violada por un hombre casado. Entonces, y gracias a la repercusión que esta noticia tuvo en los medios de comunicación españoles, se recogieron 650.000 firmas en tres semanas que Amnistía Internacional hizo llegar a la Embajada de Nigeria en España; y Safiya fue liberada. Pero de nuevo las informaciones que nos llegan desde ese país resultan crueles, anacrónicas y bien piden una toma de posición individual y firme de parte de la opinión pública occidental; esto es, de nuestra parte. Un tribunal compuesto por un solo juez ha aplicado otra vez la sharia (precepto de la ley islámica) condenando a Amina Lawal a ser apedreada hasta la muerte por haberse quedado embarazada sin estar casada. Ella alega en su defensa que ha sido violada pero las mujeres en ese país no tienen voz ni siquiera en los tribunales. Suponemos que como en la selva, la única voz audible allí es la del animal más fuerte. Ciertamente para nosotros eso de la lapidación nos trae a la mente no tanto resonancias bíblicas como connotaciones de cine gore, y desde luego nos hace reflexionar sobre la indignidad justificada e injustificable, y sobre los derechos humanos que todos debiéramos tener garantizados por el hecho de ser humanos. La justicia es otra cosa. La ley es otra cosa. La religión también. De todas formas conocer estos atropellos que suceden lejos supone una oportunidad para la empatía profunda, nos ayuda a posicionarnos mentalmente y nos invita a que configuremos nuestra personal idea del mundo, y poder así cotejar esa idea con lo que nos toca ver, oír y sufrir cada día. Hoy decir Amina, nombre exótico y sencillo, es hablar de un ser humano despojado que, bien mirado, puede ser todos los seres humanos. Su biografía no resulta ahora una metáfora de la mala suerte, sino de la hipocresía moral y la pobreza de valores de los tribunales religiosos de esa nación. Por supuesto ahora no podemos hacer mucho, estamos lejos y a deshora como la Guardia Civil, tenemos nuestros propios problemas y necesitamos más las distracciones que la información desoladora. Pero, eso sí, no estaría de más que accediéramos a la página web de Amnistía Internacional o a su sede de León, y pusiéramos nuestra firma en contra de ese juicio injusto, en contra de esa sentencia desproporcionada, en contra de esa vida que parece que va a ser truncada por haber tenido la mala fortuna de haber nacido mujer, y en Nigeria. Sufrimos tal sobredosis de información que no nos da tiempo a procesarla; vemos y oímos tantas desgracias que lo último que nos apetece luego es hablar de ellas; pero quiero decirles que la columna que están leyendo es importante porque habla de una vida y de una firma. ¿Qué hay exactamente de nosotros en nuestra rúbrica? Hay quien dice que la firma es una garabato personal que tiene que ver con la identidad y la condición de individuo único e irrepetible. Cada uno, una firma. Por eso, aunque pueda resultar inútil, ahora también parece hermoso saber que nuestro nombre escrito con mala letra puede salvar la vida de una desconocida. Así, a distancia y con un garabato como si fuéramos dioses. Hagan correr la voz.