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Publicado por
Antonio Núñez
León

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COMO NO HABÍA bastantes problemas en el país -Eta, la guerra de Irak, la inmigración descontrolada o el precio aeroespacial de los pisos- va el PSOE y se inventa uno nuevo: cambiar media docena de estatutos de autonomía y, ya de paso, la Constitución. Para ello se han reunido este fin de semana algunos de los que pasan por ser las cabezas pensantes más preclaras del socialismo de última generación. De poco valdría argumentar que, quitando a los cuatro exaltados de siempre en Euskadi, Cataluña, Galicia y el cantón de Cartagena, para la inmensa mayoría de los españoles se trata de un debate que los deja fríos, ni fu ni fa, porque de eso no se come ni sirve para pagar las hipotecas. Más o menos es lo que han dicho también algunos socialistas sensatos, como Bono, Nicolás Redondo Terreros, el otro Nicolás Redondo y Cristina Alberdi, por citar sólo unos pocos de entre los muchos que piensan como ellos. Ya pasó lo mismo en los lejanos tiempos de la transición democrática, cuando para resolver el problema del nacionalismo vasco y catalán Martín Villa decretó de una tacada quince autonomías más. «Café para todos», dijo entonces,. Y ahora no se cabe en la barra. De entre los muchos nacionalismos con que se han forjado, leña va y leña viene, las modernas naciones a uno sólo le cae simpático el americano. El del norte, claro. Hoy día no es políticamente correcto expresar este tipo de opiniones, pero históricamente nadie negará que tuvo su origen en dos ideas que merecían la pena, cada una con su importancia: el derecho individual al voto y a la libertad de conciencia y el derecho, no menos elemental, a no pagar impuestos. Ambas cosas debían ser ya la órdiga hace doscientos años para los americanos cuando declararon la independencia. Por el contrario, en Europa en general y en España en particular los nacionalismos guardan aún un rancio olor a sacristía y guerras de religión desde Servia o Croacia hasta Santurce y Bilbao. Tampoco se le escapa a nadie que lo del País Vasco hunde sus raices en las carlistadas del siglo XIX, que ya por entonces ensangrentaban aquel trozo de mapa al grito, dudosamente democrático, de «Dios, patria y rey», ni lo negará el propio Arzallus, cuyo padre, que era requeté, fue recompensado por Franco con un estanco en su pueblo. Lo avisó en su día Unamuno al advertir aquello de que «no hay nada peor que un requeté recién comulgado». O en Cataluña, donde en los años ochenta cuanto más se hundía Banca Catalana más excursiones trepaba Pujol al monasterio de Monserrat. Más o menos ahora siguen los mismos y la misma cuerda de obispos. Por eso sorprende el empeño del PSOE en alentar a estas alturas iniciativas nacionalistas como las de Maragall en Cataluña, estrategias de mano tendida al PNV en Euskadi o pactos de meigas en Galicia con el BNG (haylas). En Cataluña, por ejemplo, Maragall quiere resucitar el viejo reino de Aragón, desde Huesca hasta las Baleareas, pasando por el Rosellón francés, donde ya tiene Barcelona la acometida del agua corriente (por el mismo precio podría reclamar también Sicilia). Y no se sabe aún si en Andalucía Chaves aspira a reunificar los reinos de taifas despojando a Bono de todo poder de Despañaperros para abajo. De los socialistas valencianos, que también quieren cambiar su estatuto autonómico, se desconoce igualmente cual puede ser su espacio vital y, en cuanto a los gallegos, el veterano y erudido alcalde de La Coruña, Francisco Vázquez, cada día parece más sitiado por el partido en su particular Torre de Hércules. Lo único que está claro es el asunto de Euskadi, que demostrará este septiembre la poca falta que le hacía a Zapatero sembrar vientos para recoger tempestades. Y esta vez va a ser difícil contestar al llamado Plan Ibarretche con más «café para todos». No es que a uno le importe demasiado que España quede reducida a la Puerta del Sol, más que nada porque ya no está en la edad de jurar bandera, ni falta que le hace. Pero lo que joroba es que, después de chupar quince meses de mili obligatoria lo más rápidamente posible, le vengan ahora, no con una bandera, sino con diecisiete y a todo trapo. Tampoco quiere decir esto que haya que quemarlas como hacen algunos en el País Vasco. En esto a un servidor también le caen más simpáticos los anglosajones, ya sean ingleses o gringos, quedada verano suelen desplegar sus respectivas banderas por decenas de miles a lo largo de las costas españolas, ya sea en forma de bañador o ya en calzoncillos sin que por eso se les cabree ningún indígena. O les pegue cerillazo o una patada el mástil. Le digo a usted, mi sargento, que esta vez yo no desfilo.