CRÉMER CONTRA CRÉMER
Como a chinos
¡HOLA! Al fin de vuelta en la casa del padre. ¡Qué razón tenía aquel ilustre hombre público cuando aseguraba que «rincón por rincón, León». Que es lo que uno conoce. Y del conocimiento viene el cariño. Regreso de la vecina Cantabria, con mugre de chapapote hasta el cielo de la boca. Nos engañaron cuando nos aseguró que nuestra vacación estival en el paradisíaco mar cantábrico podía ser tan feliz y satisfactorio como si hubiéramos sido becados para las islas polinésicas, y nos dijeron en todos los idiomas oficiales que de los restos de aquel barco hundido por sus muchas culpas, no quedaba ya ni el recuerdo. Se mencionaban nombres de las banderas azules como se rememoraba la batalla de los Arapiles o la Jura de Santa Gadea y los portavoces oficiales, algún hasta con categoría de Ministro o ministrable, se adelantaba al primer término de las candilejas para asegurarnos que todas las playas de España, incluyendo, claro es, las de Cantabria, nuestro destino, resplandecían de tan relimpias como estaban y que pececitos de todos los países habían nadado apresuradamente para coger un sitio en aguas tan afortunadas. Galicia mismo, que venía a ser como la madre del cordero de la gran batalla contra el nauseabundo chapapote, podía ofrecerse al turista como el lugar más deleitable y el mar más relimpio. Y cuando hombres de tanto prestigio como don José María Aznar y el señor Cascos y don Rajoy lo aseguraban ¿quiénes éramos nosotros, infelices y humildísimos viajeros de tercera para desmentirlo? No lo hicimos, no lo haremos. Y confiados en tal valiosos testimonios hicimos la maleta, pedimos el obligado crédito en el Corte Inglés-Viajes y nos dejamos llevar a un lugar de la costa cántabra de cuyo nombre no es necesario acordarse. Mucho más sensato hubiera sido aceptar una playa en Liberia. Efectivamente, la playa, a simple vista o a vista de gaviota si se prefiere, el mar estaba limpio como los chorros de oro, las olas venían y se alejaban obedeciendo al impulso de los vientos, el sol en lo alto derramaba oro derretido. Y sobre algunos lugares de la arena aparecían tendidos como pacíficos animalitos de la mar salada, decenas, tal vez hasta centenas de cuerpos, posiblemente humanos, dispuestos a tostarse concienzudamente con movimientos de vuelta y vuelta. Todo respondía a las reglas para cuya garantía se habían ondeado orgullosamente las banderas azules de la Europa Unida. Confiados como niños de San Estanislao de Koska o como chinos de Beckham, nos lanzamos al agua dispuestos a ganar el premio de los cien metros mariposa. Fue el más canallesco de los engaños, la mentira más inocua, la más cruel de las falacias: El mar no tenía la culpa pero el hecho fue que el nadador ingenuo se encontró con que verdaderas barreras de negros grumos a modo de cagadas de vaca, se le oponían, le acosaban, y acababan por pegarse a los flancos y cubriéndole desde la nalga propiamente dicha hasta los juanetes. Nos habían engañado, nos habían metido, nos habían tomado por gilipollas disciplinados, aptos para toda clase de manipulaciones. Y lo verdaderamente triste del caso era que nadie protestaba por el engaño, nadie, civilizadamente eso sí, se desgañitaba para hacerse oír, reclamando por la estafa. Desde alguna de esas empresas al servicio del que más pague continuaban emitiéndose comunicados por los cuales se aseguraba que todas las costas turísticas de la España liberada, incluyendo Galicia, Cantabria, Asturias, País Vasco y no sabemos si alguna más, ofrecían las condiciones más óptimas para nadar y guardar la ropa. Cuando salimos del agua, convertidos en personajes en blanco y negro nos sometimos al tratamiento del aceite para recobrar nuestro color natural y regresamos a estos nuestros cuarteles de inviernos, jodidos pero contentos. 1397124194