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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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AHORA que, como aquel que dice y como el que no dice, me encuentro de salida de la vacación estival, en la que todos ponemos nuestras esperanzas y nuestros euros, comienza el tiroteo , el jaleo de la Gran Fiesta Nacional, que por cierto, conviene advertirlo, no es ni mucho menos ni la fiesta de los toros ni la de las vacas. La Fiesta nacional por antonomasia es la que se produce o se provoca cuando un señor o varios señores toman posesión de algún cargo. Se desencadena, con tan fausto motivo lo que muy bien podríamos llamar expresión racial y demostración del estado de la nación, o de la provincia, o de la consejería, o de lo que buenamente se consiga atrapar. Es el momento de las proclamaciones y de las presentaciones. Todo el mundo acude a una convocatoria oficial política de esta índole como a un funeral de primera categoría: para que le vean a uno, para que le saluden, para que le tengan en cuenta a la hora en la cual el agasajado o promulgado deba repartir cargos, cargas y bienaventuranzas. Recuerdo la última vez que acudí a la llamada de una de estas citas oficiales u oficiosas. Se ofrecía el magno espectáculo de la proclamación de un Presidente de algo importante. Y acudimos todos. Desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca. Y nos mirábamos los unos a los otros, haciéndonos muy singulares interrogantes: «¡Anda, la órdiga! ¿A qué vendrá este, ese o aquel?». Y claro es, no obteníamos respuesta ninguna porque si la hubiera sería la misma cuestión que el investigador debiera hacerse: «¿Y tú, a qué vienes?»... Porque lo que me había movido a asistir al ceremonial, era, además de la amistad sostenible que me interesaba atestiguar, lo que aquella especie de presentación general en sociedad podría servirme para el futuro, dado que allí, en aquella magna reunión se encontraban los hombres y las mujeres más importantes del reino. Y conviene dejarse ver y que le vean incluso para aprovechar la feliz circunstancia para apremiar al poderoso: «¿Y de lo mío, qué hay?». A mí me parecía y me parece que toda aquella parafernalia de presentación de candidatos, de proclamación de elegidos y de declaración de buenas intenciones resultaba obvio por cuanto se debía entender que el hecho de ser figurentes en la lista es porque quien tendría facultad y poder para ello lo hubiera decidido, siendo por tanto perfectamente inútil y hasta idiota pretender que mediante la ausencia se pudiera demostrar nada. Con la ausencia lo único que se demuestra es una notoria falta de educación. Porque ni a los entierros ni a las proclamaciones se acude para mirar y ser mirados, sino para aprovechar la ocasión para ver si se le abren al pretendiente las puertas de la buena fortuna. Que de circunstancias más frívolas, en otras ocasiones, salen alcaldes, presidentes y senadores. Esta clase de convocatorias suelen producir tal estado de confusión que al final nos damos cuenta de que nuestra asistencia y hasta nuestros plácemes y bienaventuranzas no han servido para nada. Como siempre, seguiremos siendo los perfectos desconocidos entre la multitud anónima. Compensa la molestia si al final de la función se sirve eso que dan en llamar «Vino Español», al que suelen acudir los gastrónomos más consecuentes, pero si se trata de una ceremonia a palo seco, la verdad resulta dolorosa. Y es vano pensar que la presencia de la mujer, ahora superior en gracia y en número a los varones en retirada. Como sucede con esas funciones de los pueblos, tenidas como demostrativas de la casta, estas reuniones oficiales, decaen mucho con la práctica. 1397124194

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