CRÉMER CONTRA CRÉMER
Otra muerte anunciada A sor María, con gratitud
TENÍA sobre sus huesos de hierro noventa y cuatro años, tan trabajados que cada uno de ellos sonaba al andar. Fue mujer entera y altiva. Aceptó su destino sin desmelenamientos, al modo de las mujeres de la tragedia griega, y también sin entregarse, sin ceder nunca. Poseía el don de la palabra justa. Decía lo que pensaba con un repertorio expositivo tan estricto que en buena doctrina no cabía ni una palabra más. Acerada de gesto, no por reconcentradas conclusiones, sino por evitar que en la plática pudiera incorporarse algún término de doble sentido o de oscura intención. «Al pan, pan y al vino, vino y el que me quiera que me tome y el que no que me deje, pobre nací y no hay vergüenza de ello». Trabajó sin descanso desde la infancia, cuando la mayoría de los niños juegan, en el servicio doméstico, en el respigueo, en la escarda y en las fábricas emisoras de ácidos. Llegó un momento en que no fue capaz de acumular energías y se entregó, atada de corazón y de manos. El compañero con el cual había compartido vida y hacienda ante el cura de la parroquia, se dejó morir cuando más falta hacía y se quedó ella rodeada de silencio y de recuerdos. Cada objeto de los que componían su escenario habitual la arrastraba a la tristeza profunda, de la que cuesta Dios y ayuda salir. Rezaba entre sollozos, elevando a Dios su pregunta «¿Y a mí, Señor, por qué?» Y como no obtenía respuesta dejaba escapar la palabrota tremenda, compuesta con las letras más negras del vocabulario. Y como el tiempo ni se detiene ni persona, llegó un momento en el que se le agarrotaron los músculos, las arterias, la sangre y se le quedaron las manos como garfios. Y no se podía verter, ni hacerse la comida, ni lavarse su ropa, ni mullir la cama. Y se dejó caer en el viejo sillón del esposo muerto. Cerró los ojos y se repitió como para convencerse: «Que sea lo que Dios quiera « Y como ni metía ruido, ni salía a la calle, alguien comentó: «Algo le sucede a la vecina». Y vinieron enfermeros con una ambulancia y se la llevaron para someterla a un examen médico. Y dijeron los médicos: «No tiene nada». «Pero a los noventa y cuatro años de edad tampoco pueden esperarse milagros». Y se le consiguió un lugar de beneficencia en la Residencia Municipal. Y allí pasó los últimos años de su vida, si aquello que tenía cabía considerarse como vida. Las monjitas la cuidaban y la proporcionaban ocasiones para espantar sus fantasmas. La llevaban en silla de ruedas al jardín y acudía a las ceremonias religiosas siempre metida en sus silencios, quizá ordenando ya sus pensamientos y tratando de completar el perfil del compañero muerto, de los hermanos desaparecidos, de aquella madre, tan fuerte, tan sabia y tan buena, a cuya sombra ella había gozado de los mejores y acaso únicos días felices de su vida. No sabía que se moría, pero la verdad era que se acababa lentamente, sin dolor, sin sentir el despojo de que era objeto. Fue perdiendo la memoria, el habla y la capacidad de entendimiento de las palabras. No conocía a nadie y cuando se le insistía, depositaba la mirada, ya sin brillo, sobre el aire, sobre la nada que ya era ella. Tenía noventa y cuatro años y murió sin un ruido. Alguien, con recogido acento recordó los versos de Leopoldo Panero: «El corazón, el pobre loco, está llorando en voz baja...» .