CRÉMER CONTRA CRÉMER
La política de los ataudes
ERA LÓGICO, natural y hasta necesario que en torno al envío de soldaditos «Plus Ultra», de la España heroica y galante al Irak iracundo, se levantaran cuestionamientos de rechazo entre los unos y los otros. Siempre ha sido así. Y los más resistentes del país, recuerdan la que se armó cuando aquellos bárbaros señores del Gobierno de la nación, como Silvela o Sagasta, completaban cupos humanos de soldaditos, también de la España heroica, para cubrirse de gloria en Filipinas o en Cuba. Recuerdo el personaje leonés que consiguió llegar vivo y en mediano estado de uso civil, y a que no de armas, a las costas del Bernesga. No recuerdo su nombre, pero tampoco importa mucho para el caso, pero sí el sobrenombre, el título con que se le conocía en el Barrio del Canario: «El último de Filipinas», alcanzado creo que en la hazaña feroz del cerco de Baler o de alguno de aquellos enclaves pavorosos en los que el soldadito español, por no haberse podido liberar de la milicia mediante la argucia legal de «la cuota», o sea los que se podían pagar el privilegio de no tener que defender ni el honor de la Patria ni nada, moría achicharrado o regresaba a la Península amarillo y con ojeras. «El último de Filipinas» leonés y superviviente fue acogido entre los paisanos con admiración y se le concedió una medalla. Le nombraron algo por parte del Municipio y así que le instalaron en la Galería de Hombres Ilustres, como Guzmán o como Don José Eguiagaray, se convirtió en el hombre espectáculo de la Ciudad. Y cuando aparecía en la Taberna del «Perrito», los aficionados al «prieto-picudo» le acogían con aplausos y le convidaban a un «quince» de vino. El hombre fue muriendo poco a poco, pero seguro, porque de Filipinas había regresado muy tocado. Y la Ciudad se quedó sin héroe, como se quedó sin título aristocrático así que desaparecieron los Condes de Gaviria. Pues cuando los estrategas oficiales de la época, como pongamos por caso, Trillo, disponían el embarque de hombres para el mantenimiento de la paz, en Cuba, en Filipinas o en Marruecos las gentes directamente afectadas, se manifestaban y protestaban, sin que por ello se pretendiera hacer política para ocupar el poder, aprovechando los ataúdes en los cuales los más infortunados eran devueltos a casa, ya cadáveres para toda la vida. No parece muy afortunada la tremenda frase pronunciada por el Jefe del Gobierno español, cuando atribuye a quienes se resisten a admitir el envío de soldaditos españoles al Irak la felonía de desear que sean devueltos en ataúdes. Discutir, debatir, analizar una acción de gobierno tan importante y arriesgada como es la de intervenir en un conflicto bélico es, además de un derecho que la Constitución garantiza, una norma ética, cristiana y civilizada, ajustada a la doctrina de todas las religiones, instituciones religiosas, sectas y sociedades compuestas por hombres de bien. No desear la guerra no es sólo una discrepancia moral, ni un argumento para «poner patas arriba» una nación, sino el cumplimiento de una ley natural. («El Hombre no es nacido para matar») y el deseo vehemente de todo ser humano con capacidad para entender el espíritu de convivencia pacífica entre los hombres de buena voluntad. La guerra de los ataúdes, atribuida, se supone que un rapto de mala ira, a los contrarios, es un error, un macabro error.