Diario de León
Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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EL LECTOR sufre bajo el alud y se desespera y gime porque se le vienen encima cientos de títulos de novelas, de poemarios, de biografías... Hágase el experimento de abrir cualquiera de los suplementos culturales de los periódicos en estas semanas y se advertirá la gravedad del asunto, repetido otoño tras otoño sin piedad. Se proyectan los títulos y los autores como un chorro, tenso y poderoso, como si fueran expelidos por la manguera de uno de esos coches de las fuerzas de seguridad diseñados para disolver manifestaciones ilegales con el argumento de un remojón cruel. Bien mirado, a lo mejor se trata precisamente de eso: de considerar a los aficionados a la literatura alteradores del orden público a los que es preciso disgregar con ayuda de la fuerza hídrica. «Me gustan las marquesas diseminadas» decía D́ Ors, me gustan los lectores diseminados, puede decir quien mangonea el negocio editorial. Diseminados e indefensos. Porque aquí está la clave: la indefensión del aficionado a los libros, la impunidad de quien le avasalla desde la prepotencia del asalto que perpetra con la colaboración de los medios informativos. Parece mentira pero el libro, que es un ser más bien desamparado, que sale a la plaza pública casi in puribus , con el taparrabos de sus cubiertas y del índice, a la búsqueda de alguien que se apiade de él y le preste cobijo en los anaqueles de su biblioteca, se convierte en un disparo cuando se une a cientos de hermanos porque, parapetados en el anonimato, es capaz de practicar una violencia enorme e inesperada, accionado como está, no por el autor que se ha quedado en casa rumiando pacíficamente su vida paradójica, sino por los editores que disparan sirviéndose de esa munición. Y allá al fondo, cegado por los resplandores del fuego abierto, el desdichado lector, perdido como un sinpapeles pidiendo la caridad de un salvavidas que le libere en el maremágnum de la batalla. En otros países, Alemania es el que mejor conozco, hay críticos que se atreven a decir su opinión, que tienen la lengua afilada porque vagan libres por el espacio de los intereses extraliterarios, dispensados, por la fuerza de sus opiniones, de las ataduras comerciales. En España también los hay y precisamente los periódicos regionales son una buena prueba de ello pero es claro que carecen de los medios para tener una presencia determinante en el zoco bibliográfico. Lo que se lleva en nuestro país es el barullo y el matute de los grandes, lo mismo que en los zocos. Marcel Reich - Ranicki, por ejemplo, con más de ochenta años y, como judío, con una biografía de infarto cuya lectura recomiendo («Mi vida» ahora traducida al español), lleva años ejerciendo de pontífice en la literatura alemana apoyado en el báculo de sus gustos y sin más tiara que su exquisita experiencia. Ha hecho un «canon» de la literatura alemana, desde la edad media hasta hoy, donde proyecta sus conocimientos y los dice sin más, según un criterio, el suyo, que desatornilló hace mucho tiempo del lugar común y que por ello planea expedito, con ineducado atrevimiento. Por cierto que en una entrevista concedida hace poco al semanario Der Spiegel decía que la literatura «debe ante todo divertir». ¡Ah, si tuviéramos nuestro Reich - Ranicki los españoles! Mientras llega ¿qué hacer? Propongo, como sucedáneo, que los libros sean dotados de una orientación parecida a la que figura en los productos que compramos en los supermercados que nos advierten tanto de grasa de cerdo, tanto de proteínas, tanto de carbohidratos etc. En los libros se debería informar, como es lógico, de otros componentes y así pondríamos tanto de sexo, tanto de aventura, tanto de humor disparatado, tanto de imaginación, tanto de plagio. ¿No sería esta una buena aguja de marear, una brújula elemental pero eficaz? Cualquier solución es mejor que la de soportar indefensos la manguera implacable del editor que trata de ahogarnos en el chorro de sus perjuicios.

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