LITURGIA DOMINICAL
De divorcios y adulterios
«Se me acerca un potentado del siglo. Ha reñido con su mujer o, quizá, siente deseos de la de otro, más hermosa, o de otra más rica. Escucha al siervo de Dios, escucha al profeta, al apóstol y no lo lleva a afecto». Así escribía San Agustín hace ya muchos siglos. La primera parte parece reflejar estos tiempos actuales. La segunda, no tanto. Las rupturas matrimoniales son hoy tan frecuentes como lo eran en el imperio romano. La frivolidad con la que hoy se cambia de pareja es alarmante. Con mucha frecuencia, los hijos son los que pagan más caras las consecuencias. Y las nuevas generaciones aprenden de sus mayores que los compromisos son para romperlos cuando sea oportuno. Pero hay una gran diferencia con relación a los tiempos de Agustín. Hoy el potentado que busca una nueva mujer no presta atención a las palabras del profeta. Reacciona con violencia contra él. Tal vez no lo mate como se ha hecho siempre con los profetas. Pero busca la complicidad de los medios de comunicación para burlarse del que le recuerda los valores más altos de la unión conyugal. A Jesús le plantearon un día la cuestión del divorcio. Los que lo preguntaban no dudaban de esa posibilidad: tan sólo querían saber por qué causa podía alguien divorciarse. Pretendían saber si Jesús se colocaba en la línea más abierta o en la más restrictiva. Pero Jesús se apartó netamente de las dos escuelas existentes en su tiempo. Para él, las leyes que permitían el divorcio eran normas humanas, opuestas al proyecto divino. Las palabras de Jesús son claras: «Si uno se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella se divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio» (Mc 10,11-12). Hoy se nos transmite a todas horas el mensaje contrario. Canciones, películas y noticias de cada día nos llevan a pensar que la fidelidad matrimonial está pasada de moda. ¿Quién se atreve hoy a pronunciar la palabra «adulterio»? Con todo, los cristianos sabemos que hay situaciones dramáticas que se resisten a ser catalogadas con simplicidad. Y sabemos que es preciso educar para la fidelidad, acompañar a los que sufren y mostrar compasión con los que llevan un peso que es sólo suyo. Las palabras de Jesús sobre el matrimonio no se limitan a condenar el divorcio o el adulterio. Antes presentan el ideal de una vida en común, tal como Dios la diseñó: - «Abandonará el hombre a su padre y a su madre». He ahí el punto de partida: el aspecto social del matrimonio. En una sociedad tribal, era difícil apartarse de las raíces. Ese «abandono» significa que la nueva familia de elección es más importante que la original familia de nacimiento. - «Se unirá a su mujer». Este punto intermedio parece representar el aspecto afectivo de la unión matrimonial. La ruptura previa y la fusión futura pasan precisamente por la entrega amorosa entre los cónyuges. El matrimonio es una unión de vida y amor, que afecta no sólo a los bienes, sino también a los sentimientos. - «Serán los dos una sola carne». La «carne» significa en hebreo la totalidad de la existencia, en su grandeza y su fragilidad. He aquí el punto de destino: el horizonte del proyecto matrimonial. Incluye, ciertamente, la fusión de los cuerpos, pero apunta a la comunión en un único destino compartido. - Padre de los cielos, que has creado al hombre y la mujer para que sean signo y testimonio de tu amor a la humanidad, dales tu bendición para que nos hagan evidente en el mundo tu ternura. Amén.