SOSERÍAS
Constitución y buena mesa
LOS ESPAÑOLES tenemos por costumbre cambiar la Constitución de vez en cuando, coincidiendo con una fiesta patronal, con la recogida de la hierba o con la vendimia cuando los vendimiadores cantan romanzas de zarzuela tocados con sus grandes gorros de paja. Preguntado un ilustre asturiano, Posada Herrera, cuando se inició el bienio progresista en 1854, acerca de sus intenciones y de sus planes políticos, contestó con su distancia irónica frecuente: "Si los nuevos gobernantes se ponen a escribir una nueva Constitución, tomaré la diligencia y me iré a Llanes". Respuesta genial porque es lo que pide el cuerpo aún hoy: debemos irnos a Llanes cada vez que se amenaza con el manoseo impúdico de algún precepto constitucional. A Llanes en efecto, a oír el mar, mar con desmayos de aves enamoradas, mar cuyas olas suaves tocan las notas de una obertura interminable y, al tiempo, nos regala unos peces jugosos, peces con vocación de parrilla, una vocación muy digna, pues que otros tienen la de pastor protestante, más adusta. A los peces quería yo llegar, a los peces y a las carnes, a las ricas verduras y a las frutas y a las legumbres. Porque quienes han organizado el aniversario constitucional, junto a conferencias intragables y odiosos simposios, han alumbrado la feliz ocurrencia de abrir una ventana a la nutrición y a la gastronomía. Habrá algún desviado jurista que pregunte acerca de la relación existente entre la norma constitucional, tan digna ella, siempre tan severa allá en el vértice de la pirámide normativa, señora de leyes y decretos, reina vigilante de miles de exabruptos salidos del parlamento, qué tiene que ver pues esta señora embarazada del rigor leguleyesco, con la mesa y el apetito a la hora de comer, con la alimentación de los españoles y con sus sueños culinarios. Y la verdad es que no lo sé pero es bien cierto que la Constitución ganaría mucho si se le añadiera un capítulo dedicado a prohibir los bocadillos de MacDonalds y obligara, con maneras suaves pero resueltas, a todos los españoles a aprenderse de memoria las recetas de los grandes platos de nuestra gastronomía de análoga forma a como en nuestra infancia nos aprendíamos la lista de los reyes godos o las valencias de este o aquel elemento. No otro es el camino de la recuperación de la cordura y la sindéresis en un país que apunta síntomas de extravío alimentario. Pero es que hay más: estamos -más bien están los de siempre- elaborando la Constitución europea, hora pues de subrayar la unidad de un continente enhebrado por el consumo gustoso de los cereales, el trigo candeal, el centeno, la avena, la escanda, frente a los países paganos, adoradores de estatuillas en lugar de dioses respetables, aficionados al sorgo, a la mandioca, al mijo y otras extravagancias. Es cierto que la patata nos unió pero para entonces ya estaban marcadas las mugas, ahuyentada pues cualquier posible confusión. Una Europa que se complace en mezclas memorables de carnes con legumbres, matrimonio del que han nacido frutos señeras como la olla podrida, los cocidos, esos cassoulets franceses donde el pato patea a sus anchas en medio de unas alubias galantes y descreídas, alubias volterianas como si dijéramos, y después esas sopas digestivas y carminativas, las de pescados por ejemplo, que dan lugar a la bullabesa o los garbosos calderos, sea citada la caldeirada portuguesa como merecido homenaje de respeto a nuestros vecinos y a lo mucho que gustaba a Eça de Queiroz. La maceración del vinagre, el limón y algunas especias dio lugar al adobo o escabeche y así se toman los pescados y aves como la codorniz o la perdiz, ojo, no el "jurado", del que tanto se habla ahora, que se presenta "escabinado", no "escabechado". Está claro: falta el derecho fundamental a la mesa cuidada (que no quiere decir rica) y la pena de destierro para el ketchup.