Diario de León

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LOS SUEÑOS de la miseria engendran delirios dorados, fabulosos tesoros escondidos en el monte del olvido y cuevas moras retacadas de doblones y pedrería. El oro es el motor del mundo; y, discutiendo a Freud, el sexo es sólo su lubricante o su rastro. El oro es la pasión del hombre desde aquel mismo día en que descubrió que podía poner a otro a trabajar para él. Por oro se asesina y por unas joyas baratas discutidas en herencia dejaron de hablarse y sentirse dos hermanos. Sueñan con collaradas de oro y arracadas de plata las paisanas de cualquier tiempo y país echándose al cuello o a los dedos su fortunilla anillada; en esto son idénticas una maragata, una bereber y una india de Madrás, que también sabe esconderlo en faltriqueras o en un dobladillo falso del faldón por si hay que salir por patas. Los diamantes son el mejor amigo de la mujer, cantaba la Monroe. Oro soñado, perdido o codiciado. Es fiebre en esta tierra escarbada hasta la obsesión por astures, romanos o aquellos ingleses que en los años treinta dejaron abandonada su gigantesca grada y maquinaria en los sotos de Villarroquel. León se preña de leyendas con oro. En toda cueva duerme un mito del caldero de oro, olla de barro repleta de torques y brazaletes. Cuentan que en una laguna al pie del Teleno, entre Molinaferrera y Filiel, se encuentra sepultado bajo sus aguas un carro entero de oro, que es lo normal en estas leyendas, aunque en este caso el mito se disparata y añaden que, junto al carro, se encuentran dos bueyes también macizos. Ya son ganas, ya es soñar. En la Maragatería sembrada de murias lavadas, medulillas abandonadas y furaconas auríferas se ha mamado esta pasión por el oro (el maragato Cordero persuadía a Isabel II para que se alojara en su casa arriera prometiéndole que tapizaría el suelo de su alcoba con doblones de oro... puestos de canto). Y con oro cebaron el anzuelo que mordió la junta vecinal de Quintanilla de Somoza. Les habían atizado una pasta gansa con las indemnizaciones del campo de tiro. Les sobraban mocos y no tenían pañuelo. Llegó un listo y les prometió fortuna si invertían en lingotes de oro. Ciento cincuenta millones de leandras les costó su espabiladura estafada. Se quedaron sin campo, sin carne en el plato, con cara de sopa de cardos y la talega vacía. Muy listos.

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