LA GAVETA
Lucio María Lucillo
COMO TANTOS muchachos, quise ser misionero en tiempos de Franco. Ir a misiones significaba viajar (gratis), conocer océanos y volcanes, ríos y animales prodigiosos, ciudades del desierto, mujeres de bien, y además uno se ganaba el cielo. Decidido a ser misionero, pues, me fui a un campamento de verano en Navarra bajo los auspicios de una orden alemana que había abierto una sucursal cerca de Pamplona. Esta orden, por cierto, muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento del Fisco alemán, sería considerada culpable de muy graves trampas tributarias, cosa que me produjo una gran sorpresa aunque también un gran regocijo. Mis padres no querían que me fuera tan lejos y aceptaron que ingresara en el seminario menor de La Bañeza, pues tiempo habría de hacerme misionero una vez fuese cura, aunque irse de párroco en aquel tiempo a alguna de las aldeas de la diócesis de Astorga no era menos arduo que ejercer esa misión en la Puna boliviana o en el Quiché de Guatemala. Me instalé, pues, en La Bañeza, pero seguía con la ilusión de ser misionero. Tenía muchos mapas y hacía cálculos acerca de mi futuro. Siempre descarté Asia y Oceanía, dejé pasar de largo a América Latina y me decanté por África, concretamente por Katanga, al sur del Congo, donde ya trabajaban varios curas de la diócesis, lo que facilitaba las cosas, y además Katanga era un nombre bonito, muy africano, como ese Bailundo que hay en Angola. Soñaba con ir a Katanga, la tierra del oro y los grandes ríos, de los trenes destartalados que van a Lubumbashi, y de las oscuras empresas que se dedican al tráfico de diamantes. Fue por aquel tiempo cuando vino al seminario de La Bañeza el padre Lucio María Lucillo, que era uno de los curas diocesanos que estaba en Katanga, y que nos dio a todos los alumnos una conferencia larga y enjundiosa en el salón de actos acerca de sus experiencias congoleñas. Al terminar el encuentro, yo le asalté cordialmente. Le hablé de mi determinación por ser misionero, por ser como él, y así fue como iniciamos una conversación que duró cerca de una hora, por el campo de carbonilla del internado, y así fue también como nació una amistad noble, que duró algunos años, y que se plasmó en un montoncito de cartas que me envió el padre Lucio María Lucillo desde Katanga y que yo correspondí con gran ilusión. Las cartas continuaron incluso cuando yo ya no era seminarista sino estudiante de derecho, pero cada vez iban y venían más espaciadas y la última que guardo del padre Lucillo es de febrero de 1974. Nunca volví a saber nada de él. Muchos años después, conocí en Astorga a uno de aquellos curas de la diócesis que habían permanecido largos años en Katanga, y tengo para mí que había vuelto algo decepcionado de la aventura. Este clérigo, que hoy es un próspero párroco de la ribera del Órbigo, me contó que hacia 1980 el padre Lucio María Lucillo abandonó la religión y Katanga, cruzó la frontera y llegó a ser uno de los jefes de la Unita, aquella banda de traficantes de oro y diamantes disfrazada de movimiento guerrillero. Hace unos días fui a León y me desvié para ir al pueblo de la ribera donde trabaja el antiguo pastor de Katanga. Me contó que tras la muerte de Savimbi, el sombrío líder de la Unita, el padre Lucillo, que ahora se hace llamar camarada Luzelo, fue uno de los que negoció la frágil paz con el gobierno. Luego abandonó el monte y las armas, y bajó a la sucia y bellísima ciudad de Luanda, donde consiguió un cargo administrativo en los petróleos públicos. Y allí vive feliz Lucio María Lucillo con una mujer mulata nacida en Bailundo, precisamente, y con dos hijos llamados Tizio y Berta porque esos eran los nombres a los que siempre recurría el profesor de ciencia canónica del seminario de Astorga en los casos prácticos de derecho matrimonial.