CRÉMER CONTRA CRÉMER
Españolitos de alta velocidad
DESPUÉS de muchos esfuerzos populares y oficiales y al cabo de gestiones que tendían a aminorar las distintas velocidades de las provincias, comarcas, ciudades, pueblos y aldeas; y precisamente cuando ya habíamos perdido la confianza, y se anunciaba que León, al fin entraba en el cupo de Gran Ciudad , dado que el tipo de personal censado se rebajaba hasta la exigua cantidad de 75.000 vecinos de hecho y de derecho. León, «ciudad bravía/ que entre antiguas y modernas/ tiene trescientas tabernas/ y una sola librería», al fin, digo, queda inscrita para siempre entre las ciudades grandes -relativamente- y las grandes ciudades con todo derecho. Estar o no estar incluidos entre los habitadores de una ciudad de Alta Velocidad, como Lérida y sus socavones por ejemplo, es título que perseguimos con ahínco por la sencilla razón de que merced a esta tituladora, se nos ofrecen oportunidades nuevas y nos es dado aspirar a que en la hora del reparto, Fuensaldaña, -que continuas siendo por ahora, la fuente o manantial de nuestras más caras preocupaciones-, se acuerde de nuestra existencia o nos incluya entre los verdaderamente beneficiarios de los bienes generales. Y no es victimismo ni mucho menos, sino declaración de nuestros derechos, y ya de paso, reconocimiento de nuestras más solemnes identidades. Pensamos con razón que en este momento verdaderamente histórico de la España múltiple, estamos obligación, por razones de supervivencia, a reclamar todo aquello que en justicia pueda correspondernos y nos vea obligatoriamente debido. Tampoco estamos montados en el globo de los seccionismos numantinos. Estamos donde debemos porque el fenómeno de la creación nos situó en esta meseta y no en las verdes praderas del Edén y somos como somos, porque nuestra educación, nuestras costumbres y la infausta fortuna de no haber dispuesto nunca de hombres verdaderamente eficaces en la gobernación de la ínsula, nos han llevado a donde estamos y a ser lo que somos. Y una de dos o de tres: o nos resignamos con nuestra suerte y convertimos nuestra circunstancia orteguiana en el lugar placentero para nuestra convivencia, o emigramos. Pienso que así es como cabe analizar nuestra situación, -ya de Gran Ciudad-, para el futuro, dejándonos de fantasías orientales con el montaje de esperpénticos edificios que no sirven sino para el gasto y el desgaste de nuestros dineros, y ateniéndonos, humilde pero eficazmente, a lo que tenemos y podemos manejar. Piénsen los queridos lectores que nos encontramos en los prólogos electorales más confundidores, más agresivos y más significativos de la época, seguramente desde aquel 14 de abril de 1931, en que intentamos cambiar de postura. Llegan a la ciudad, incluso a los poblados no tan grandes como la capital, los portavoces, cuando no protagonistas del evento electoral, y repiten el juego del escondite inglés, prometiéndonos, entre otras cosas divertidas, puentes donde no existe río o casa de cultura donde la única cultura que se practica es la de ignorar la existencia del libro, para dedicar aficiones, vocaciones y energías a la exaltación del pimiento, de la alubia o del puerro, tendencia que nos parece digna y aconsejable, pero que tampoco es algo que digamos, que digamos vamos. Y no dejamos de observar, los que nos dedicamos a este ejercicio de poner los ojos y la vela donde no sopla el aire -¡y así nos va!- que precisamente nuestros hombres públicos y nuestras mujeres tan públicas como los hombres brillan por su ausencia. ¿No temen éstos, cuyos nombres conocemos, que a fuerza de no estar acaben efectivamente por no ser?