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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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ANTIGUAMENTE las aventuras se vivían comprando las novelas de Salgari. Eran tiempos en los que se leían relatos de piratas, de mares encrespados, de selvas con animales feroces y cazadores despiadados. Hoy, nada de esto es posible porque casi no se lee, ocupados como estamos en ver la televisión y saber, gracias a su contenido educativo, los centímetros del plátano de un cantante o el sendero que sigue la mujer de un futbolero para llegar a la cima venturosa del sexo. El progreso, mi amor, tiene estas ventajas. Pero, a cambio, podemos vivir una de aventuras con solo utilizar los servicios de una cafetería moderna o de un restaurante elegante, tan distintos hoy de aquellos antiguos en los que debíamos acuclillarnos para evacuar con grave riesgo de la pérdida del equilibrio y de meter el pie en zonas pantanosas y pestilentes. Un pasado ominoso que solo recordamos quienes nos hemos esmerado en cumplir muchos años. Lo habrán comprobado ustedes más de una vez: entramos, afectados por las urgencias de una micción o deapremiantes retortijones, en el water y de pronto, sin accionar botón ni interruptor alguno, una luz se enciende solícita indicándonos el lugar exacto donde se va a producir el alivio. Aplicados al sanitario, el chorro se expande libre, alegre, cantarín, como una canción, a veces incluso lo acompañamos del silbido de una melodía querida ... Disfrutamos de un merecido lenitivo tras la presión sufrida. Pero, entonces, justo cuando más confianzudo sale el chorro, sin aviso previo, a traición, se apaga la luz, produciendo la sorpresa un sobresalto en el suministro de la meada copiosa, convertida incluso en un lamentable gota a gota. Y es que, por lo inesperado, algo se ha paralizado en nuestras entretelas y solo un esfuerzo de la voluntad y de la atención logra recomponer el ritmo jubiloso de la expulsión. Hemos sufrido la meadura interrupta con las secuelas sicológicas que puede dejar tras de sí. Una vez terminada la operación, cerrada de nuevo la jaula, es preciso moverse a tientas en un recinto por lo común angosto y desconocido. El chivato de una luz tenue pretende indicarnos cómo salir del apuro pero las más de las veces el tal chivato emite pálidas señales y no se le distingue o nuestra vista simplemente ya no está para agudezas ni alardes. Entonces es preciso tantear a ciegas, calcular distancias, probar, explorar, algún coscorrón es casi inevitable hasta que por fin damos con el pomo de la puerta que nos devuelve al mundo alumbrado en el que recobramos la confianza en nuestros movimientos. Hay ocasiones en que estas vacilaciones en la oscuridad no se llegan a producir, cuando tenemos la suerte de que algún otro usuario entre, entonces estamos salvados, aunque el susto para él es grande porque no es fácil explicarse qué hace un señor a oscuras en el water de un restaurante. Lo más normal es que piense que quien se encuentra en trance tan comprometido y extraño es que ha culminado alguna sórdida cochinada sexual en solitario y que prefería la penumbra para mejor aparejar las evocaciones. Como se ve todo esto es penoso. Pero más penoso es aún si la escena descrita se desarrolla en el interior del excusado, es decir, con ocasión de alivios mayores y más compactos. La indefensión de quien se halla con los calzones bajados (y lo mismo supongo que ocurrirá con las mujeres) es grande y merece una cierta compasión. Si en ese momento le dejamos a oscuras, entonces estamos perpetrando una agresión que puede afectar incluso a su estabilidad emocional, sin contar con que el proceso de limpieza no quedará adecuadamente culminado, lo que llevará a la proliferación posterior de palominos. Por todo ello, reivindico a la autoridad el restablecimiento del interruptor manual y tradicional, humilde y servicial. Es decir ¡chorro de luz para el chorro!

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