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CRÉMER CONTRA CRÉMER

Flores para los muertos

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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TODOS tenemos un muerto para el recuerdo. Dejando a un lado o al otro las tremebundias críticas de Larra, los muertos, no quedan solos. Los que de verdad quedamos solos somos los vivos. Y por nuestra soledad, por la tristeza de sabernos en un mundo nada feliz, así que se alcanza este Día de Fieles Difuntos, que se dice, acudimos a adquirir un ramo de flores. Y en este día señalado nos vestimos de familiares del muerto, del muerto de cada uno. Y llegado el día preciso acudimos a la Casa de los muertos y de entre la multitud florida de las tumbas alcanzamos aquella que buscamos, que nos dice algo, que nos conmueve hasta hacernos llorar. Es el momento, decimos, de llorar por los seres queridos. No se sabe nunca hasta qué punto los muertos son o deben ser depositarios de nuestros sentimientos más hondos, como si efectivamente todavía les tuviéramos al alcance de nuestros sentimientos. Y ya no. El que muere descansa, se dice de aquel ser querido que se nos fue de entre las manos cuando más le necesitábamos, cuando más entrañablemente le queríamos. Yo amo a los muertos. A todos los muertos. Y a veces, en uno de esos rasgos extraños que nadie sabe a qué obedecen, ni qué fuerza les inspira, acudo al cementerio, sin flores, a corazón descubierto, para recomponer con nombres estampados sobre mármoles, la historia. La mía y la de todos los demás. La historia general de las Patrias se hacen con muertos, los supervivientes nos limitamos a preparar nuestra conciencia para ser un buen muerto. Recorro los pasillos de la muerte y me detengo ante la tumba de los míos, la esposa, los hijos, los hermanos. Son la muerte titulada. Luego recorro las muertes más o menos anónimas y me detengo ante los muertos por la violencia, por la impura doctrina de aquellos que inventaron el hecho o el fenómeno de destruir al ser humano para equilibrar las tensiones del mundo. Con muertos, me digo, no se arregla nada. Nunca se consiguió mediante la metralla, la pólvora o la navaja asesina corregir los defectos sociales. Todos los muertos son inocentes porque el hombre no se hizo para la muerte, aunque éste sea su fin, sino para la vida. Distinta, infeliz, dichosa, pero vida. Cuando escuchamos la voz de la Santa Doctora, repitiendo aquella jaculatoria bárbara que dice: «Ven muerte tan escondida, que no te sienta venir, porque el placer de morir, no me vuelva a dar la vida». Me parece estar escuchando la confesión confundidora de una santa profundamente turbada. Porque nunca morir es bueno, salvo que la enfermedad te haya sepultado bajo tierra, convertida ya en el vegetal al cual estamos destinados. Acudo a mi florería preferida, que cuida con manos mágicas una servidora de la vida y adquiero un manojo de rosas. Luego acudo al cementerio y las distribuyo cuidadosamente: Aquí la flor de la amada, y para el amigo perdido en alguna de las sombrías cunetas de la muerte inmunda de la guerra, la roja flor del silencio. Vicente Aleixandre que fue, que es, uno de los fabulosos creadores de misterio, escribía: «Eres hermosa como la piedra, oh diferente, oh viva...». Sí, ya sé que la conmemoración de los difuntos provoca muy contradictorios pensamientos. Pero les retiro porque pienso que la muerte es una de las pocas cosas serias que hay en la vida.

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