EL AULLIDO
El príncipe y la periodista
TODOS los cuentos de hadas se resumen en uno cuando veo a mis padres bailar. Él con sus modos de obrero dandy y su traje de domingo; ella con su ritmo lento de mujer hogareña que parece que se deja llevar. Y yo miro, siento, sueño. Me remonto a los comienzos de mí mismo como un pez rebelde que nadara a contracorriente. Suena «El Danubio Azul» de Strauss. Mis padres bailan como novios, como jóvenes, como si mi vida les fuera en ello. Y la imaginación se deja llevar. Se parecen al príncipe y la periodista con orquesta filarmónica en directo -pienso- en el día elegante de la pedida oficial. Invitados de etiqueta, monárquicos legalistas, clasicismo, cuadros, gente de la aristocracia, protocolo... Ellos bailan con nervios de comprometidos recientes que se comen a miradas, que no a besos, porque sienten que el mundo exterior los vigila. Les vigilo. Ellos bailan ensimismados entre muebles y flashes en el Palacio Real. La danza es ese momento en el que la música se torna táctil, y al pasar los años bailar debe volverse parecido a retornar el principio -la Reina y el Rey miran, y recuerdan, y los comprometidos les parecen un espejo en el que se ven a sí mismos-. Sí, bailar es encarnar la música. Y yo miro a mis padres. El príncipe. Mi padre. Ella. La periodista... Casarse o decidir pasar juntos por todo, ir acompasados bailando por la vida. Ellos bailan. Yo miro. Y la vida que ahora vivo depende de ese vals. Mi sensibilidad republicana nunca ha podido entender esa contradicción anacrónica de que, si somos todos iguales ante la ley, cómo es que alguien tiene más derechos y privilegios que los demás simplemente por nacimiento, y cómo aún existe una ley tan machista y elitista que favorece sólo al varón y hace de la mujer, esa columna de toda familia, una mera consorte, pero les veo bailar y todo eso ahora me da igual. Siento la música. Imagino. Y me quedo con la historia humana de dos personas que deciden unirse esperando ilusionados que un día uno de sus hijos cuente su historia. Ella. Él. La envidia silenciosa de los ojos que miran. ¿Son felices o distintos? Ellos bailan porque el ritmo vienés invita a hacer arabescos y piruetas frívolas. La música envuelve. El futuro va soñándose. Veo a mis padres bailar como si yo aún fuera un niño que lee cuentos de hadas, y siento la emoción de alguien de tierra adentro que va por primera vez a un puerto y ve zarpar un barco. Un idilio. Un barco. Comenzar con un vals se parece a marcar con una cruz ese punto en el tiempo. Ese inicio. El príncipe y la periodista. Mis padres en el pueblo hace ya treinta años. Lo de esos dos futuros Reyes de España tiene algo de cuento verdadero, que viene a ser algo así como un cuento con truco, sin magia, sin encanto, sin sobredimensionada fantasía. Un cuento que provoca envidia insana en vez de invitar a soñar. Por eso yo prefiero pensar en mis padres, y en las fiestas del pueblo, y en la palabra entonces. Prefiero resumirlo todo como si yo y mis hermanos surgiéramos del baile, de la música, y ahora ellos siguieran con su danza de vez en cuando como agradecimiento. Aún bailan de memoria. Peonzas republicanas. Aún bailan de verdad. La Familia Real, realmente, es la mía corregida, aumentada o en tamaño póster. Es la mía, y la tuya, y la de todos, con sus grandezas ignoradas y sus miserias evidentes; con sus desastres. Cotidiana combinación de encuentros y encontronazos, de cariño y perseverancia. Nostalgia de un inicio fulgurante que se recupera con cada baile y cada boda. Por suerte o por desgracia toda familia es real. «El amor es una ilusión que intensifica la vida», nos enseñó Pío Baroja. «Amar es construir un referente y hacer del universo una alusión a la única persona indudable», escribió Borges... Ahí están. El príncipe y la periodista se miran en silencio como diciéndose te quiero a gritos. Y todos podemos pensar en nuestros padres jóvenes, o en ellos, y gritar en silencio: ¡Que tengan suerte esos dos tortolitos!