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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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EL PUEBLO leonés no existe, pero hay un partido que se llama la Unión del Pueblo Leonés. Y del mismo modo que no existe el pueblo leonés, no existe el pueblo vasco, ni tampoco, claro, el pueblo español. Ni siquiera el pueblo berciano y menos aún el pueblo ponferradino. No existen los pueblos como sujetos de la historia, existen los ciudadanos. Esta idea es una obviedad, pero conviene recordarla de vez en cuando porque a algunos políticos les gusta mucho hablar de pueblos y de otras entelequias superiores, y de ahí pronto se pasa a proferir desatinos acerca de la raza, la forma de ser, la idiosincrasia, la tradición, etcétera. Necedades que conducen a la etnia y a la mercadería política. Por fortuna, la Unión del Pueblo Leonés está mucho más cerca de la mercadería política que de la etnia, cosa que hay que agradecerle. Ahora bien, la propia existencia de la Unión del Pueblo Leonés y de su prodigiosa subsistencia a lo largo de años y comicios, denota un problema real. Es un modo más de reflejar, en particular, algo que todos sabemos en general: que la gran mayoría de los leoneses no se sienten castellano/leoneses y que existen diversas fronteras virtuales a lo largo de Castilla y León, un territorio tan extenso como Portugal, que abarca nueve provincias, pero poblado sólo por dos millones y medio de habitantes. Mucho espacio, pocas personas y ningún sentir regional. Porque si los leoneses no nos tenemos por castellano-leoneses, vecindad civil aparte, también es cierto que los ciudadanos de las ocho provincias restantes de la comunidad a lo máximo que llegan es a sentirse castellanos y es muy probable que antes que castellanos se tengan por zamoranos, salmantinos, abulenses, sorianos, etc. El reparto territorial que propuso Javier de Burgos en 1833 fue tan eficaz que parece inmune al mapa que arranca del Estatuto de Autonomía, en lo que a sentido de pertenencia se refiere. Bien lo saben en la Rioja y en Cantabria, dos viejas provincias castellanas, hoy comunidades autónomas. Este presunto déficit de identidad, ¿debe ser motivo de desolación? Soy de los que piensan que todo lo contrario. Y que hasta es un privilegio pertenecer a una comunidad gozosamente ajena a ese sarampión decimonónico que libra sus últimas batallas neocarlistas en el plan de secesión vasco que patrocina el beatífico Ibarretxe, en los exabruptos seudo-célticos de un galleguismo cada día más reñido con los socialistas y en la exhumación de la corona aragonesa -sin Aragón- con la que todavía cavilan algunos en Cataluña, la Comunidad Valenciana y las Islas Baleares. Los castellanos y los leoneses no somos castellano-leoneses. Es cierto que la historia nos une desde hace un montón de siglos y que el paisaje nos funde plenamente a lo largo de una larga y pacífica frontera. Más no por ello los leoneses podremos ser castellano-leoneses. Parece un misterio existiendo tantas concomitancias, pero así sucede. Entonces, ¿qué somos? Parece que somos españoles y yo diría que con eso basta y casi sobra. Somos ibéricos, somos iberoamericanos. Y sobre todo somos cada uno de su padre y de su madre, felizmente individualistas. Cuando critican el individualismo de los leoneses, yo lo ensalzo. Somos ciudadanos que vivimos en una España democrática y que hablamos un idioma universal. ¿Para qué potenciar -artificialmente- identidades intermedias? Y justo por eso, y aunque parezca contradictorio, me parece muy saludable que la Junta de Castilla y León se sienta un poco más, cada día, como algo propio en las nueve provincias del Duero. Porque la Junta es algo así como la Unión Europea de nueve pequeños estados provinciales. Y la ciudad de Valladolid -lo siento, UPL- es nuestra particular Bruselas. Y Tordesillas, Luxemburgo.

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