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LA CULTURA es una papelería ante la que hice de guaje unos doscientos plantones a la espera del autobús de La Virgen y hasta anteayer no me había fijado en su rótulo, en la titulación del negocio que es quiosco y tienduca abigarrada como bazar turco. «La Cultura», así rotula este minúsculo comercio su oferta; y debajo añade «papelería». Asoma su timidez de puerta breve y escaparatín menguado entre los comercios y barullos del mismísimo cruce del Crucero. Lleva allí toda la vida, supongo, y llama la atención del viandante por varias razones: Sugiere el viejo sueño del que bautizó este negocio, quizá un tipógrafo inquieto, un sindicalista culto, un rojeras entrañable con hambre de saber y ganas de enseñar para que el pobre y el obrero se redimieran de su ignorancia, lo que no es difícil suponer en un barrio de obrerío y agitación ferroviaria como lo fue este; quiero imaginar que pudo ser así su nacimiento entre prensas, revistones, pliegos de cordel, regalices, lápices y libretas, chucherías... ¿Qué pasaría por la cabeza del que fundó este negocio y decidió bautizarlo como «La Cultura»? Lo que inquieta es la razón comercial que se añade, «papelería», como proponiendo a reflexión que cultura y papelote efectivamente tienen demasiado en común, cultura de hoy y de siempre que se nos muestra repleta y sobrada de palabrería y... papelería (gastarse en palabras es necedad, pero despilfarrar papel es un delito que tala bosques y empobrece la tierra, cuando todo el mundo sabe que, al contrario que muchísimos libros, un árbol sabe o consigue contar mejor la vida y sus misterios si está de pie y no convertido en celulosa). La cultura... papelería. Esto de bautizar negocios y tiendas con regusto ideológico o estético tuvo el ejemplo más deliciosamente cursi en aquella corsetería que hacía esquinada en la plaza de las Palomas, «El Buen Tono» se llamaba, con escaparates colmados de lencerías, bragoncias, corsés de ballenas para cachalotes cazurras y toda la intendencia de rasos y blondas para tapar las vergüenzas... o lucirlas. Como a su lado colgaba un cajetín con carteleras de cine, era buena disculpa para que los guajes arrimáramos allí el reojo pecador a prendas de lujuria, fotos con sostén, misterio pudibundo, única carne a la vista en aquella España cuaresmal. Furtivo pecado, pero de buen tono... y a confesarse después.

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