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LA NOTICIA que uno no quiere dar jamás es la muerte de un amigo; y si además era amigo de muchos, en el corazón se instala cierta tragedia y el vacío. Una enfermedad puta le ha segado la vida a Carlos Bernal, periodista con raza y cuna, soñador de pelo largo, diagramador, guitarrero de sueños cantados, bebido de León en su larga carrera, ciudad a la que llegó desde su Madrid taurino y agitado para trabajar en este periódico donde supo hacer de todo, dibujar reportajes, escribir dibujos, articular aguijones de fina ironía, maquetar, meterse en camisas de once varas, dirigir ediciones especiales... y vivir con la risa y la franqueza por delante. El trasnoche de redacción nos enladrilló en tabique común a muchos de los que traficábamos entonces con la mentira informativa y las verdades a medias, con el esquineo a la censura y las ganas de libertad. Corrían los primeros años de una década de los setenta en la que Franco no acababa de morir, pero nacían rebeldías y canciones. El Diario, entonces, era lóbrega redacción en calleja estrecha donde se iba rebajando su tono diocesano para dar albergue a otro contracanto periodístico, allí con Aguado, Manolo Nicolás, Núñez, Jaime Morán, Alfredo... allí con Marcos Oteruelo que comprendió y tuteló nuestras ilusiones y tremendismos, allí con Roherre y Juama, Marcelo o don César y el joven cura Ámez que era cuña de opus para solaparnos doctrina al bies y que se lo cargó después el obispo Larrea. Cuatro o cinco años estuvo Bernal en León y en las cátedras medio clandestinas del Húmedo donde rezábamos cada día el rosario de Benazolve con sus quince misterios vinateros. No me jodas, a mí dame cerveza, decía, porque era devoto de la guinness por haber estado en Londres todo un año brujuleando al acabar la carrera en la facultad pamplonesa y allí aprendió mucho inglés para ayudarnos a ligar con las guiris de los cursos de verano (sólo ligaba él) y para cantar de corrido todas las canciones de los Beatles en el sótano-mazmorra de la Bodega Regia. Después marchó a Canarias y de aquí a Sevilla, donde los últimos veinte años fue jefe de cierre de ABC, haciendo también de todo lo que el cabe a un periodista inquieto y lo que no. La perra muerte no es tuerta. Se ciega en su fatalidad y no distingue, se equivoca. Y no la perdonamos, Carlos.