Diario de León

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LEÍ UNA ESQUELA hace unos meses en «La Voz de Galicia» que me dejó sentado y compadeciendo. La rescaté ayer entre montón de recortes. Sin conocer de nada al finado, le acompañé en el sentimiento; a él, más que a sus deudos, porque los apellidos que rotulaban en letra gorda la necrológica no podían encerrar mayor catástrofe ni peor baldón. Se llamaba el muerto Cesáreo Espantoso Amigo, por increíble y disparatado que parezca. Si me lo cuentan y no lo hubiera leído, jamás lo hubiera creído. Espantoso, de primero, y Amigo, para rematarlo. Juntos son un guantazo. Supongo que en las presentaciones sonaría como una advertencia, como una invitación a la huída o a la distancia. Esto no es forma de apellidarse; esto es una puñalada de la fatalidad genealógica, una mala estrella que te deja estrellado desde que te inscriben en el Registro hasta que haces la mili o pides un crédito, pasando por el patio de una escuela plagada de canallas o por la coña de una enfermera gorda en la salita de espera de una consulta privada. Espantoso Amigo, qué desgracia. Moría a los setenta y un años; fue, pues, una condena larga el arrastrar dos apellidos tan mal casados. Pero estoy en suponer que alguien o muchos le habrían propuesto en vida la posibilidad legal de cambiarlos, incluso el propio funcionario del Registro sugiriéndoles el uso de los otros apellidos paternos. Imagino entonces a nuestro Cesáreo empadronándose en sus trece: estos apellidos son el padre y la madre y no se tocan. Y permaneció seguramente orgulloso en este espanto. Me apiadé de este buen hombre y le supuse víctima de chanzas y burlas, asislado por esta mala consigna en su carnet, vaya destino. Pero, curioseando la esquela, pude deducir que como amigo o pariente no debió ser tan espantoso. Seis hijos tenía y otros cinco más políticos, once cuñados (que eso sí puede ser desgracia), porrón de nietos, bisnietos, sobrinos y bisobrinos (desconocía yo esto del bisobrino). Y para quienes no pudieran acudir al sepelio en su coche, incluía la esquela una nota con los autocares contratados y las rutas de parroquias y aldeas que seguirían, de modo que me imagino un entierro con mucha paisanada, tropel, y un adiós a un amigo que sin duda no fue tan espantoso como predicaba un apellido del que no se quiso apear.

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