CORNADA DE LOBO
Para qué correr
LA MUERTE de un ciclista es siempre la película de una tragedia que se rueda en la cuneta de un triunfo que sigue rodando por la carretera para sonreír a otros. Murió el «Chaba» y se abrió la torga del chismorreo. Llevaba dos años deprimido, hundido en cavilaciones destructivas. Noches de alcohol y droga fueron enhebrando el fatalismo. En el centro donde recibía asistencia clínica y psiquiátrica, y mientras enseñaba fotografías de sus triunfos a otros internos, le sobrevino la rebelión de su corazón y se le rompió el latido. La gloria de los recuerdos y los demonios del presente hacen mal casorio. En el deporte espectáculo, que es intrínsecamente perverso y fundamentalmente violento (violentar el cuerpo para exprimirle marcas o hazañas es también violencia, puta violencia de altísimo coste), no cuentan los que pierden, los malqueridos del éxito. En la cuesta abajo de un grandísimo escalador como Jiménez se propende a buscar y destilar un triunfo lanzándose a tumba abierta entre vértigos y temeridades. Todo por la victoria. Y se le quedó el corazón pequeño; dicen que por forzarlo tanto en supremos esfuerzos y adobarlo con toda esa sopa química que te enchufa con jeringa el médico del equipo... y la noche, que obnubila. La muerte siempre está en esa cuneta esperando a cobrar su peaje. Mueren más ciclistas que boxeadores. La violencia de la bicileta es despiadada. De los ciento treinta que salen en un Tour, ciento veinte tienen un nombre propio en el que jamás se repara. El éxito es de un puñado; el resto son gregarios, gleba y engranaje en las victorias del triunfador, que es a quien miran y admiran nuestros guajes ensayando sus propios delirios de fama y pasta. Pero así es el deporte que se fomenta y encandila. Jugar no importa. Competir es el mandato, vencer al crono, a la muerte, buscar imposibles, violentarse hasta el absurdo. El deporte, concebido así, no es encuentro de gozos, sino guerra de potencias. El triunfo de uno es la derrota de todos los demás. Esta lógica es pura pólvora. Recuerda la inocencia de aquel crío del chiste: viendo en la tele con su padre una prueba de atletismo, le preguntó ingenuamente «papa, ¿por qué corre toda esa gente?» y el tipo le contestó «mi niño, porque al que llega el primero le dan una medalla». «Ya -concluyó-, y entonces ¿para qué coños corren todos los demás?».