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CARNE DESTRIPADA es el caro peaje que se cobra la cuneta; mucha carne; demasiada carne. Con rutina firmamos el recibo y aguardamos la próxima andanada de cadáveres con los que celebra la carretera su orgía de entrañas esparcidas cada fin de semana. A título de inventario tomamos el crimen establecido y la carne de persona ya no es letra de dolor, sino frío número de estadística. Los muertos de la carretera no tienen nombre y nadie les recuerda, salvo los suyos que, seguramente, colocarán un ramo de flores de plástico en el arcén que ya no sirve ni de aviso a navegantes. Cuando alguien mata con pistola o a bombazos la dictadura de su gesto le convierte en asesino carente de cualquier piedad, pero es que también un coche -en manos de según quién- es también un arma que mata en rebatina a uno, dos o quince a la vez. A quien pierde la vida le da exactamente igual que su muerte venga por mano de un pistolero, hijoputa y fanático, que de un fanático irresponsable (y no menos hijoputa en tantos casos) que se toma la carretera como pista de alardes de su mamadura y veloz hazaña. En nada parecen comparables ambas muertes, pero el terrorismo del majadero al volante es aún menos explicable por lo que tiene de caprichoso y gratuíto, de indiscriminado y evitable. Sin embargo, la accidentabilidad inexplicable e insostenible que arrojan las carreteras españolas no es tenida como cupo de terror y se queda la cosa en «lamentable porcentaje», el mismo en el que cabe esa persona que impelida por una automática solidaridad y prestación de auxilio vió un accidente en el que murieron cinco personas y al acudir en su ayuda vino otro vehículo, lo llevó por delante y le sumó a la estadística obscena que ya ni nos conmueve ni alerta. Un tío mío murió recientemente por lo mismo; acudió a auxiliar a una mujer que había estazado su coche contra una farola cerca de la localidad coruñesa de Sada y cuando pretendía ayudarla a salir del coche acabó de desplomarse todo el mástil de la farola pillándole de plano para remitirle en coma fatal al hospital. Tremendo. La ensalada de hierros y tripas que cada lunes completa el menú de los telediarios nos la tomamos como plato habitual. La brutalidad de estas imágenes no vale más que un suspiro, un respingo y un «cambia de canal».