Diario de León
Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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LOS MAYORDOMOS eran individuos con muchos botones,muchas rayas en el pantalón, que lucían aquellas patillas desenfrenadas, apéndice de unas calvas insolentes, que sabían convertir el odio oscuro y obstinado que sentían hacia sus señores en una verdadera religión, íntima pero tan redentora como cualquier otra. Las sonrisas que administraban alseñor duque, logradas y obsequiosas, eran en rigor muecas de un rencor litúrgico. Protocolario al máximo, sus ceremonias tenían, en cuanto se les suprimían los dorados, el aire de un monumento señero al artificio. Porque el mayordomo, cuando a su mano ha estado, ha asesinado siempre a su principal. Normalmente le han bastado unos polvos echados distraídamente en la taza de caldo, pero, si estos no eran suficientes, entonces introducía galanamente y con derechura un estilete de abrir las cartas en el tercer espacio intercostal del señor conde. Y, luego, lo limpiaba primorosamente de la noble sangre derramada en aquellos cortinones que solo se descorrían en los palacios antiguos con ocasión de las grandes revoluciones y de los motines de postín, cortinones que por lo demás tantos otros asesinatos habían visto. Esta es la tarea de servicio que han cumplido los antiguos mayordomos con más exactitud y menos escrúpulos, siempre dispuestos a podar algunas ramas de esos árboles genealógicos tan recargados de dignidades superfluas. Y con esta gloria se hallan en los tomos de la historia, incomprensible toda ella sin sus letales prestaciones. Es más, su vocación hacia el asesinato ha sido como un impulso irrefrenable, casi como parte de sus haberes. Y lo más importante: a cambio de nada, con el simple designio de cumplir un deber genético, por puro sentimentalismo. Esta es la razón por la que, en las novelas policíacas, el mayordomo es siempre el culpable al que, al final, quitan los galones y las patillas y se lo llevan esposado. El hecho de que el mayor número de mayordomos en Europa se haya dado en Inglaterra se debe a que es también aquella la tierra donde el asesinato es más ritual y donde ha adquirido una finura más desenvuelta. Muy distinto aquél del mayordomo español, más bajito, más garbancero y con menos maña. Aunque a veces entrañable como era el de Jardiel de Eloisa está debajo de un almendro que organizaba los viajes de su señor, un sujeto que, hallándose bien de salud, llevaba veinte años en la cama, «de un modo vitalicio», y que por las noches cogía (de forma virtual) el tren expreso a Galicia o a Asturias para tomar unos pescaditos. La única excepción a lo hasta aquí expuesto está constituida por los mayordomos de su Santidad, cuyas esquelas vemos en los periódicos antes siempre que la de su Santidad propiamente dicha. Pero los tiempos cambian y de nuevo es en Inglaterra el lugar en el que germinan tallos inesperados. Porque en aquellas islas, en las que el inglés se habla deprisa y en público sin timideces, aparece ahora el mayordomo sodomita, el que dice satisfacer de forma torpe las exigencias del señor conde. O del señor príncipe, como ha denunciado un servidor del palacio real. La historia publicada es un invento pero pone de manifiesto la evolución vivida: desde los tiempos en que el mayordomo asesinaba a su señor cumpliendo una fuerza interior sana, una suerte de mandato atávico que trataba de restablecer el crédito social y el prestigio de la clase menestral sojuzgada, y lo hacía gratis, a la época actual en la que el mayordomo, que se dice sodomita, cobra de un periódico sensacionalista. ¡Gran diferencia! Nada menos que la que va del cultivo de un arte al ejercicio de una profesión, de la creatividad al trabajo mercenario. Imagino el desprecio con el que mirarán los viejos mayordomos a estos jóvenes que han desaprovechado la oportunidad de asestar una puñalada al señor marqués cuando se hallaba vencido y anhelante en la postura grotesca. ¡Ay, el salario ha ganado al deber de clase!

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