CRÉMER CONTRA CRÉMER
A media luz
YA SE que el tema que me dispongo a poner sobre la mesa del debate de cada día puede parecer frívolo y hasta si se quiere y no se quiere perfectamente inútil, dado que el señor Ayuntamiento, que Dios guarde, no parece disponer ni de tiempo ni de dineros para hacernos caso; pero lo cierto es que el alumbrado en la Ciudad, que no deja de ser uno de los más importantes servicios que corresponde cubrir al ilustre ocupante de la Casa de la Moneda, es un motivo de preocupación. La Ciudad está a oscuras o si se quiere, para evitar parecer como radicales, aparece, así que el sol se pone, a media luz. Y aquí no vale salirse con tanguillos a lo Carlitos Gardel, aquí cuando no se produce la suficiente luz como para andar por calles y plazas, se suelen sufrir quebrantos, pavores y broncas. La luz es necesaria, hasta tal punto que cuando el gran poeta Goethe se dispuso a bien morir, lo que le movió a rozar la angustia vital fue advertir que la luz le faltaba y exclamó, como postrera apelación: «¡Luz, más luz!». En los felices tiempos del tango, que fueron aquellos de los veinte-treinta cuando todavía no se conocían los programas de los Estados llamados a practicar la barbarie, las señoras, todavía no maltratadas, cantaban asomadas al balcón de los geráneos: «A media luz los besos, a media luz los dos». Y León, que según los técnicos producía energía para abastecer a media España ponía puntos de luz en todas las esquinas y la Ciudad brillaba como un ascua de oro. Los presupuestos municipales apenas si sobrepasaban los trescientos millones de pesetillas hacendosas y humildes pero los dignos representantes del común juraban y perjuraban que antes de regatearle luz a la ciudad serían capaces de dimitir. Y no dimitían. Con la tecnología y la cinesiología vinieron los ingenieros, que decía Alberti, y todo sufrió un quebranto demasiado notorio para que pasara inadvertido. Y los técnicos municipales, que para eso están, si es que están para algo, entendieron que una parte importante de nuestras desdichas luminotécnicas se debían a que el Municipio no pagaba la factura y las compañías suministradoras de energía no estaban para misericordias, amenazando con el apagón total si los apagados miembros corporativos no pagaban lo que debían. Y los Ayuntamientos de uno y del otro signo, de un color y de otro color, en lugar de atender a este menester importante de la vida de la ciudad, destinaron sus euros, sus denarios, sus libras, dólares y coronas para sostener los altivos conjuntos deportivos o las invenciones para el «espabilitamiento» de los «troncos» que se desviaban hacia la droga y el peleón de la movida. Y la Ciudad de León, consiguió el título de la Ciudad más macilenta, más borrosa, más sombría de Europa. En vista de lo visto o de lo no visto por falta de luz, han surgido nutridos grupos de trabajadores del timo, que ofrecen a la ciudadanía toda la luz que les fuera indispensable para leer el Diario de León por ejemplo, solamente con que suscriban una aportación voluntaria de treinta euros; y los trabajadores de la noche, aprovechando la baratura de los trenes y que nadie es posible ver a nadie, dedican las oscuras noches leonesas para meter la mano en el cajón del prójimo. Con todos los respetos y sin que sirva de bronca, los humildes y sombríos vecinos de León, demandan a su Concejo, lo que el poeta alemán: «¡Luz, más luz!». Lo que elevamos hasta la altísima consideración del Consistorio para todos los efectos.