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CRÉMER CONTRA CRÉMER

El debate por los muertos

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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SE CELEBRÓ en el Parlamento el anunciado debate sobre los muertos españoles, caídos sobre las tierras trágicas de Irak. Y esta vez, señoras y señores, esta vez ninguno de los participantes en la refriega retórica pudo alardear de haber salido vencedor. Porque en esta contienda, sea cual sea el resultado, todos somos derrotados, todos perdemos. Y cuando las fúnebres trompeterías del duelo, anuncian el enterramiento de los muertos, de todos los muertos, de nuestros muertos, la sangre de los muertos nos salpica a todos. Unos por acción y otros por vergonzosas templanzas. Los paladines de los partidos más significantes hicieron uso de la palabra y ofrecieron todos los recursos retóricos mediante los cuales los ciudadanos de la calle, los que, dígase lo que se quiera en la Constitución, no disponen de medios para hacer llegar directamente su opinión, han asistido en silencio dolorido al espectáculo. Ninguno de los principales actores, pese a sus aparentes gestuaciones y fraseologías se ha convencido a nadie. El señor presidente porque su terquedad maniataba el discurso y le convertía en una voz de mando y el contradictor principal, porque parecía sobrecogido por la importancia de la función que se le asignaba y carecía de recursos dialécticos para dominar el clima. Su palabra resultaba sin nervio, sin temperatura. Parecía más que una apelación acusatoria por la tragedia, un montaje solemne, educado, civilizado para dejar constancia de que efectivamente su sentimiento era sincero y que ni siquiera ante tantos muertos cabía endurecer el discurso. La malicia de quienes montaron el evento, imponiendo la fecha del duelo como ocasión para la apelación de responsabilidades, cerraba todos los chorros de sangre y convertía la demanda de culpa en nadería, en inadecuada e inoportuna salida de tono: otra forma de radicalizar el suceso. La mayor parte de la población civil y militar de la nación, que se aprestó a la escucha atenta de las razones y sinrazones que los unos y los otros estaban obligados a exponer a viva voz y sin reparos, se sintió defraudada, triste y otra vez como engañada. Todo lo que acontecía y lo que se escuchaba, parecía haber sido montado para cubrir las apariencias y no para descubrir la verdad, ni mucho menos para evitar que los hechos luctuosos se repitieran. No es hora de hacer discurso como para juegos florales, se decía una parte importante del pueblo expectante. Aquí no vale salirse con aquello de «murieron cuatro romanos y cinco cartagineses», porque los muertos eran de Zamora o de Salamanca o de Valladolid o de Burgos, gentes de nuestra misma raíz y habían sido muertos en un juego o estrategia política en la cual no se jugaban nada esencial, salvo la obediencia debida al Gran Señor de la Guerra, el Americano. Y todos esperaban, esperábamos que en esta hora sagrada de las acusaciones no cabía medir la intensidad de los sentimientos, fueran estos los que fueren, sino romper al fin la dura corteza con la que se suelen encubrir las funestas verdades. Es como si ni los unos ni los otros se dieran cuenta de que con su comportamiento en esta hora dolorosa de España, si no hablamos fuerte, las muertes pudieran repetirse. Me acuerdo de Federico García Lorca, otro muerto, cuando clamaba: «La guerra pasa llorando con un millón de ratas grises».