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Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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CUANDO el señor presidente de la excelentísima Diputación Provincial, reinante por el año 1996, me propuso convertirme en el pregonero oficial de la Constitución en el día de su aniversario, resueltamente rechacé el honroso ofrecimiento, no porque me sintiera incapaz de salir de la aventura con cierta dignidad profesional, sino, lisa y llanamente, porque apenas si recordaba alguna frase, algún término entre jurídico y filosófico que me pudiera servir de arranque para mi discurso. Porque fundamentalmente me sucedía un poco lo que al común de vecinos: de la Constitución y su proclamación como Carta Magna de la vida nacional no sabía nada, absolutamente nada, como suele suceder entre los señores agitados por problemas económicos de inmediata precisión y de urgente remedio. Había oído alguna vez, lo de la Constitución del 12, o sea la de Cádiz, la buena, la benéfica , y el señor presidente al incitarme a ocupar el lugar del tradicional hombre público, me aseguraba que esta vez, la Constitución que un grupo de hombres egregios había conseguido para cubrir los desgarros de la inevitable España de los unos y de los otros, contenía motivos de tan sólida sugestión que solamente los torpes, los indiferentes, los acartonados mentales podrían rechazar los principios que de la tal Constitución emanaban. Y acepté el encargo. Y ante un público nutrido por los personajes más importantes de la nómina local, me lancé a intentar el análisis de la Constitución. Y dije o pensé decir que la Constitución que nos reunía estaba llamada a ser el instrumento de relación entre todos los españoles, sin distinción de color, de religión, de ideología política y de expresión. Nobilísimo propósito que desde siempre me pareció de difícil aplicación entre españoles bravos y peleones. «Vamos a probarlo», me dije, mientras montaba la arquitectura frágil, bien lo sabía, de mi discurso: «Y es que por nuestras tres últimas Constituciones, declamaba, aparecen por más esfuerzos que hagamos para presentarlas exentas, limpias y ajenas a toda peripecia nacional, siempre tan áspera y contradictoria, como pura y dura consecuencia de estas nuestras endémicas convulsiones y por tanto contaminadas inevitablemente de sus efectos. En la Carta Magna que nos habíamos dado, se aseguraban los derechos fundamentales de la condición humana, del hombre humilde, pacífico y solidario, del derecho al trabajo, a un techo bajo el que cobijarse, a contar con una familia dignamente sostenida, a la justa distribución de los medios, del derecho a la cultura igual para todos. Tan extenso resultaba el programa que la Constitución se nos antojaba como las tablas de la Ley que Moisés bajó del Sinaí, para el recto comportamiento del pueblo judío. Y proclamábamos: «Hagámosla posible, honrada, justa y benéfica entre todos». La Constitución, como todas las leyes dictadas por el hombre, es una cuestión de fe. Se cree o no se cree en ella. Y a la hora de establecer los grados de asistencia que provoca, se tienen en cuenta quién fue el que la tuteló. La Constitución, como todo en este mundo delirante y cambiante, es perfectible, mejorable, pero siempre deberá tenerse presente que la Constitución, como la mujer del César, además de ser honrada tiene que parecerlo. En esas estamos. Y acaso, cuando se nos interpele sobre el resultado real de estos buenos propósitos, nos veamos obligados a responder como el legislador ateniense cuando le preguntaron si había dado a los atenienses las mejoras leyes: «De las que podían recibir, contestó, las mejores».

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