CRÉMER CONTRA CRÉMER
La España subvencionada
TODOS SABEMOS, tanto usted, amable lector, como el que suscribe, que lo que le digamos a través de este correo de las letras muertas, no va a tener la menor transcendencia y que como tantos otros apuntes de muy agudos comentaristas que en esta plaza corren al torillo fiero de la actualidad, lo que le expliquemos, lo que le apuntemos, lo que le escribamos se quedará en mera sugestión de tertulia de casino pueblerino. Si, en cambio, lo que desde estas ágiles páginas se propone lo hubiéramos conseguido hacer en un medio de Madrid, de Valladolid o de Barcelona, seguramente se tomarían en serio los análisis y hasta es posible que conseguiríamos que alguno de los poderes establecidos en la Península se apresurara a apadrinarles. Pero es lo mismo. El tercer poder que se decía a principios de siglo, todavía persiste en la imaginación de los románticos sin remedio y viven valiéndose de sus posibles influencias para exponer aquellos males o errores o malversaciones que se le hayan podido inferir a la señora madre patria constitucional y hereditaria. Por ejemplo, ha llegado el momento de que denunciemos -hagan o no caso de la denuncia- la característica peculiar de la España de nuestros días y de nuestras pesadillas: su condición de nación subvencionada. Aquí todo, absolutamente todo está subvencionado, menos la pobreza irremediable: los partidos políticos se mueven, tanto por la gracia de Dios como por la subvención que consiguen del cajón nacional. Los sindicatos perdieron hace mucho ya su virginidad y se han resuelto en centros administrativos subvencionados. La Iglesia, ya ven ustedes la Iglesia, de la cual formamos parte todos, como de Hacenda, vive, reina y prevalece por la subvención establecida a la hora de las declaraciones fiscales. Los Ayuntamientos acabarían encharcados de deudas si no fuera porque el padre Estado les echa una mano y no digamos las Diputaciones metidas a virreynatos. Aquí y en nuestra hora, el que no está subvencionado está perdido y sin subvención no hay industria, ni comercio, ni polígono, ni empresa que no reclame su derecho a una subvención. Se subvenciona el carbón y la agricultura, y la vaca lechera, y el inmigrante recién desembarcado de la consabida patera montada en el territorio de nuestro hermano el Moro Juan. Se subvencionan largamente los montajes turísticos y los feriales, en los cuales algunos encuentran su mejor acomodo. Y todavía no se subvencionan los matrimonios de hecho y de deshecho porque se confía más en el divorcio. Hay procesiones de San Apapucio subvencionadas y como nos sobran euros subvencionamos a países como Nicaragua o Ecuador o Zambia o El Tíbet, por ejemplo, para que establezcan la democracia en sus territorios. Somos altivos y generosos como Marajaahas de la Índia. Y yo no digo que debemos poner cerrojo a la puerta de todas las haciendas ni que le neguemos el pan y la sal al necesitado. ¡Líbrenos la Confederación de Mujeres para la Democracia! Pero pensamos, creemos, que quizá nos fuera benéfico prestar tanta y cuanta atención como se esparce por el universo mundo, en contemplar nuestras propias necesidades que oiga señora, son tantas como las de Marruecos o Tanzania o el Tíbet. En España, mi querida señora del opero de Santa Maruja de Capadocia, agonizan, porque eso no es vivir, centenares de familias en el umbral de la pobreza y otras tantas que ya le han atravesado. Y entre subvencionar a un croata que ha sido alquilado por pegar patadas y atender a hambres vergonzantes de la población civil de nuestra ínsula, creo que la opción no tiene discusión. ¿O sí?