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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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TENGO UN AMIGO en León que es cristiano de izquierdas, y como yo no conozco una definición ideológica de mayor prestigio, se lo tengo dicho muchas veces a él, porque es como si lo tuviera todo: de una parte eres hombre de la religión y de tantas cosas buenas que vienen de los templos y de la sabiduría de los libros sagrados, y de la otra eres un hombre de progreso, que siente un gran amor por todos los desfavorecidos de la tierra, sobre todo por los que están muy lejos, cuanto más lejos mejor, cosa que sin duda te honra en estos tiempos donde la gente sabe tan poco de geografía. Mi amigo en cuestión se llama José Abel de Riello y trabaja de profesor de historia en un instituto situado en el sur de la provincia de León. Su mujer, Magdalena Soto y Amío, también es profesora en el mismo centro educativo, y allá que se van los dos todas las mañanas en el coche, siempre escuchando discos de música reivindicativa, según me contaron, canciones revolucionarias de España y de Iberoamérica que a veces ponen en clase a sus alumnos. El día de los Santos Inocentes fui a verles. Llevaba algunos años sin coincidir con ellos y allí nos juntamos los tres, en su casa del Pendón de Baeza. Sacaron una botella de mistela que casi parecía vino de misa, comenzamos a charlar y ya pronto salió la guerra de Irak, ese gran escándalo, y me gustó que los tres estuviéramos de acuerdo en que es una contienda sin justificación jurídica alguna, hablando en términos de derecho internacional. Poco después de esta unanimidad, arriesgué yo que, con todo, la guerra tenía el aspecto positivo de derrocar a Sadam, un asesino espantoso, y ahí ellos ya no me siguieron, porque el medio para defenestrarlo había sido ilegítimo, adujeron, y luego ya nos enzarzamos en una polémica donde me dio la impresión de que ellos sentían una extraña simpatía por Sadam, hasta ahí llegaron mis sospechas, por otra parte muy fundadas si se tiene en cuenta que mis amigos se opusieron en su día a la intervención aliada en los Balcanes, intervención que yo tanto lamenté que no se hubiera realizado antes. ¿No me diréis que estáis a favor de Milosevic, el criminal?, les pregunté entonces a mis amigos, hace ya algunos años. Pero ellos no dieron una respuesta clara y yo preferí callarme. Esta vez, sin embargo, no guardé silencio y les recordé a José Abel y a Magdalena que en 1979, cuando ellos estaban recién casados, habían aplaudido como locos la invasión soviética de Afganistán. Invasión sin motivos, pura excrecencia imperialista, dije yo, y a partir de ahí mi visita empezó a ensombrecerse hasta que llegó a la negrura total cuando les conté, a mis amigos, que acaso en España no estábamos tan lejos de los Balcanes, de sus purezas de sangre y de sus exclusiones, si continuaba adelante el desafío del secesionismo norteño, y ahí debí añadir alguna imprudencia sobre el papel de la Iglesia en esa miseria moral de la etnia porque surgió la cólera nítida de José Abel de Riello, que defendió con ardor el plan Ibarretxe y que luego largó un duro discurso a favor de Hugo Chávez y de Fidel Castro, de los líderes indigenistas bolivianos, de los talibanes incluso, y añadió que la democracia no existía en ninguna parte del mundo, y que George Bush era un imbécil, y yo le dije entonces, ya saliendo de su casa, entre llantos de Magdalena, que acaso imbécil no era la palabra que mejor definía a Bush, que tampoco a mí me cae bien, dicho sea, y ya todo se malogró en medio de graves insultos a la democracia, que para José Abel de Riello es pura cáscara del capitalismo, y para Magdalena también, y así pasó que lo que iba a ser un feliz reencuentro de dos amigos del colegio se quedó en una bronca general escaleras abajo y escaleras arriba, y José Abel de Riello me gritó a lo último, como enajenado, que yo era un agnóstico y un liberal, cosa que mucho me gustó porque dio en el clavo. Y entonces sonó el portazo.

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