Una castaña
LA PRIMERA VEZ que me lo contó hace unos diez años le dije que no me lo creía. Por Navidades, desde entonces, me gusta recordar su historia, los reyes regalados que tuvo Manuel, setentón y montañés de pellejo curtido en aires y en suertes. La vida de crío le fue algo puta, más por pobre que por triste, no especialmente triste, pues de chaval nadie se amarga en su destino, salvo casos concretos de padres bestias o aburridos. Seis o siete hermanos eran, creo recordar. Poco jornal en casa, que era casa chica y huerto ruin, pues en esa montaña de cuatro prados y seis hierbas no tenían tierras ni más capital que las manos esclavas de la galera de la vida y una espalda ensanchada para llevar la existencia a cuestas. Las pocas perras que entraban en casa se guardaban en el furaco de la tranca o bajo losa y se gastaba sólo calderilla, lo mínimo, lo obligado. Ya, pero en Navidades bien que os meterías algún cenorrio con cabrito y mazapán. ¿Cabrito?... Ni siquiera un pollo, que se destinaba a vender; quizá alguna gallina vieja que había dejado de poner... Entonces, algunas peladillas, digo yo, unos higos, unas pasas, turrón... ¿Turrón, peladillas?... Las conocí, dijo Manuel algo ufano de su mala suerte, cinco años después; y las probé al pasar diez, que todo lo que daba un jornal de pastor se iba en un cuartillo de aceite. Y por Reyes, ¿qué os traían a los guajes?... Hombre, mira, eso sí, había Reyes y un regalito. ¿Lo ves, Manuel?.... Sí, pero sólo nos dejaban unas castañas que había que comprar, pues ni en montes del Luna ni en diez leguas a la redonda se da el castaño. Era gasto imprevisto. Ya, y además de castañas ¿algún juguete?... No, jamás, sólo castañas. No lo creo. Castañas, y además, sólo una para cada hermano. Peor me lo pones; no cuela, Manuel. Solamente una para cada hermano, me recalcó muy serio mirándome fijamente, una sola castaña. Al él podía no creerle, pero a sus ojos sí, rotundamente. Así que para Manuel la Navidad de guaje fue una castaña (y quizá también una gallina vieja). Pero lo curioso de Manuel, que ahora tiene algunos ahorros tras desollarse con el ganao y una casita en la ribera, es que nunca dejó de reírse en la vida y que sigue hoy con su risa rompiendo el luto de su bigote. Está como un chaval y bendice su suerte y la salud con que navega en sus postrimerías.