Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

El candidato

Publicado por
VICTORIANO CRÉMER
León

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LOS CANDIDATOS de ahora, no son como los de antes. El resultado de esta novísima versión del candidato, es una política también diferente, y a lo que se consigna por los críticos, menos valiosa. Ahora y en esta nuestra hora de rectificaciones (el Presidente Aznar ha sugerido algunos de sus propios cambios de entendimiento), pue4s en esta hora convulsa y sorprendentemente lúcida, el candidato se hace. Antes el candidato nacía, como el poeta romántico. Y el nacido candidato procedía a cubrir el cargo enderezando su comportamiento y sus dineros, si les tenía, hacia la consecución del voto. Rara vez lo conseguí, porque en aquellos tiempos de los apóstoles, con Romero Robledo al frente del ministerio conseguía el triunfo aquel que obtenía la garantía del Ministerio y de la guardia civil. Uno de los figurantes en la farsa o comedia o drama de las elecciones españolas, ofreció el más singular ejemplo de ingenuidad democrática: creyó a pies juntillas, que se dice, que todos los ciudadanos teníamos los mismos derechos ante la ley y que para ser concejal o diputado bastaba con pretenderlo y solicitar del vecino su aquiescencia o sea el voto, para que el proceso electoral siguiera su curso natural. Y al que Dios y Romero Robledo se la daba San Pedro se la rubricaba. Y el que no se quedaba de cuadra. El singular personaje se apellidaba Campón, y era uno de esos tipos raros que se producen en todas partes como complemento de los políticos. Una vez que fuera concebido el propósito de ocupar un escaño siquiera, sembró la capital, Madrid, de grandes carteles que decían simplemente: «¡Votad a Campón!», considerando que su existencia y milagros eran conocidos y honrados por todo el mundo. Naturalmente, fracaso. Y aunque siguió con sus manías de aventurerismo político, como no hacía mal a nadie y no formaba parte de la partida de Luis Candelas, el bandido generoso de Madrid castizo y burlón, las autoridades le dejaron libre, con sus obsesiones, hasta que según creo, murió aburrido. El candidato de nuestros días no se aventura a nada, ni arriesga nada; ni necesita disponer del favor de los vecinos, ni siquiera importa que sea un mendrugo o que haya inventado las sopas de ajo, con ajo. Le basta con hacerse del Partido. No importa la identificación ideológica, porque en último caso siempre puede uno cambiar de libros y seguir dominando. Una vez en el partido equis-zeta el candidato ha de conseguir que la Junta Electoral del partido le acoja en su seno y le incluya en unas listas, tan secretas como la tumba de Tutankamon... Y dejarse querer. Si consigue su nominación, naturalmente se obligará a hacerse notar en algún mitin de barrio y si se trata de más alto cargo, acudiendo a tal o cual pueblo interesándose por el cultivo de la zanahoria. Llegado el momento crucial de la aventura, el candidato se limitará a ensayar sonrisas y abrazos, besando a los ancianos y halagando a los poderosos en el mecanismo partidista. No todos los tránsfugas consiguen alcanzar la meta, pero el que lo consigue y conquista el puesto que «tiene allí» ha hecho la carrera de su vida. Porque ya nunca más, caiga quien caiga y aunque lluevan capuchinos con conchas abandonará el puesto, el cargo, el enchufe. Al final de su aventura electoral, nadie se acordará del santo de su nombre. Ni falta que hace ¡pero que le quiten lo bailado!

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