Diario de León

EL AULLIDO

El adiós de Amancio González

Publicado por
LUIS ARTIGUE
León

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Y hablando de belleza emocional bueno es, de vez en vez, dar un paseo lento por la ciudad de León con detenimiento de mendigo o curiosidad de niño. Sí, un paseo. Aparecen entonces imágenes que, verdaderamente, uno no había visto antes porque no se había fijado. La ciudad actual. Sus pegotes de «modernidad» como esos pantalones de campana que hay en la Plaza Torres de Omaña o las latas de conserva de Burgo Nuevo. Sus rincones. Sus gentes con cara de soy de aquí. Sus músicos callejeros que parecen figurantes en esa obra de teatro que es la calle. Las tabernas. Las estatuas. Las plazas donde el arte actual nos insulta en silencio pues somos ignorantes y no estamos preparados. Por eso no nos gusta... La belleza emocional. ¿La belleza? A veces, mientras pasea por León, uno se pregunta: ¿cuál es exactamente la diferencia entre las farolas y las esculturas urbanas? La utilidad frente a la espiritualidad, el diseño frente al sentimiento, el alma frente a la conveniencia. Pasear al caer la tarde por las calles de León como por las mansiones de los cuentos: viéndolo todo pero sin tocar nada. Avanzar y encontrarse, en esa plaza que hay junto al Parque del Cid y cuyo nombre desconozco, «El Adiós» de Amancio González: esa escultura de bronce en la que se ve al musculoso Gigante de Santo Domingo sentado y con un pájaro muerto en la mano. Poesía hecha imagen. Detrás de la figura hay una dedicatoria escrita a fuego como todo lo que duele, como todo lo que dura. Dice: «A mi buen amigo José Gutiérrez. 1998». Ese gigante, ese hombre desnudo frente al mundo, parece un monstruo sensible. Grotesca figura modelada que se retuerce sobre sí misma como las espirales celtas. , y sin embargo pasa frecuentemente desapercibida para los transeúntes acaso por su humildad. Sí, cuando uno se acerca, toca la obra, lee la leyenda escrita en el lomo, cree descubrir en secreto el sentido del jeroglífico, la explicación de lo inexplicable. Y se imagina entonces un comienzo, una pandilla de barrio, un tiempo de avidez y experimentación, vivencias al unísono, preguntas compartidas, risas, un muchacho muerto en plena juventud, en plena primavera... Y siente entonces, viendo esa conmovedora obra, como fluye en el interior de la misma y en el espectador activo el espíritu humano, la energía, esos valores capitales -como el de la amistad- que hacen girar al mundo sobre su eje, que ayudan a avanzar a la civilización y convierten el arte de la escultura en un antídoto contra el tiempo y un idioma de todas partes. La canción de la materia. El infinito concreto. Lo que tiene de Dios el ser humano. Ese mensaje interior que casi pasa desapercibido, esa eterna forma de decir adiós, se convirtió para mí mientras paseaba en un mensaje elocuente que me hizo pensar en si la muerte tiene algún sentido. Sí; como un cometa o un sonámbulo que se va adentrando en la noche -me dije- esta vez la muerte ha dejado rastro. Entonces volé. Fui. Seguí su estela a partir de la escultura. Me conmoví en silencio. E inevitablemente recordé a aquel poeta con modales de cabrero, Miguel Hernández, cuando recibió como un hachazo la noticia de que se había muerto como del rayo su buen amigo Ramón Sijé. En una ciudad, en un periódico, en esa aparente democracia que es también la calle, lo bueno de ejercer de poeta loco radica en que uno puede decir lo que piensa o hacer lo que le pide el alma sin que pase nada ni se extrañe casi nadie: todo el mundo cree que se trata de extravagancias de loco. Por eso allí, en medio de la plaza repleta, ante el gigante entristecido y entristecedor -dura metáfora de todo lo que duele y lo que dura- el otro día declamé en voz alta: «... no hay extensión más grande que mi herida,/ lloro mi desventura y su conjunto/ y siento más tu muerte que mi vida.../ A las aladas almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero/ que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma, compañero».

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