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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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SE ACERCAN las elecciones, gran festival de nombres, de pequeños o de grandes apetitos, de sacrificios por esa Patria exigente que llama a ocupar un escaño en el anfiteatro donde se deciden los asuntos de campanillas. Gran momento litúrgico, festividad de lasfestividades, procesión de mítines y sacrificio en ellos de la palabra, del gesto que ha de convencernos, salmos y homilías sin cuento pero con mucho cuento ... Al final, de esa patena que es la urna saldrán los diputados, recién hisopados, comulgados y sacramentados. Para ellos serán las fotos y los titulares de los periódicos. Les saldrán multitud de parientes porque un escaño es una paridera de primos, todo corazón, entrañables. Eran desconocidos hasta el momento del encumbramiento parlamentario pero ello se debía a la timidez que es propia de los primos y de los cuñados, una timidez de señorita de provincias, de oblata de clausura, que les había obligado a someterse al tratamiento lacerante del anonimato, pero que, cuando se cura, con ocasión del escaño o del ministerio, todo en ellos se hace jovial y extravertido. Las familias están desunidas porque lo que les nacen son niños que berrean pero, cuando en ellas nace un subsecretario o un senador, esa misma familia es un modelo de armonía y entendimiento fructífero. Deben pensarlo los moralistas que andan a vueltas con la destrucción de la familia: el esfuerzo de colocar un preboste en ella, con lo que tiene de cariñosa aleación, siempre recompensará. Pero no quiero escribir sobre estos astros refulgentes que nos deparará la jornada electoral sino sobre un personaje apocado, infeliz, que queda tras las bambalinas, un personaje que, de pronto, advierte cómo se apagan todas las luces que le nimbaban y cómo empieza a envolverse en un silencio ominoso. El móvil deja de sonar, desertan aquellos parientes tan espontáneos en sus afectos, ya no hay manos que estrechar en los paseos, todo a su alrededor es una bóveda de metal frío y sin resonancias. Es el ex-diputado, el que vuelve de Madrid a la provincia. Con la coleta cortada, no le queda más que el recuerdo amarillento de las conspiraciones políticas en los pasillos del Congreso, de aquella interpelación al gobierno, de aquél discurso en el que cantó las cuarenta al lucero del alba, tal como el lucero del alba se merecía. El ex diputado es la llama que se apaga, el edificio que se derrumba, la brújula que ha perdido el magnetismo, la moneda devaluada, el grifo que no mana, el signo que nada señala, la voz sin eco... En puridad, un desastre. ¿Qué hacer con estas criaturas a las que hemos arrancado los entorchados del poder parlamentario, las insignias del mando, el poder mágico de la oratoria en la tribuna? ¿Les olvidamos y les dejamos que se torturen, melancólicos y desganados como les veremos arrastrando su abatimiento? Podríamos tratar de convencerles de cómo se fortifica el ánimo y se aventan los pensamientos impuros en el cultivo del mutismo, de que el mejor discurso es el que no llega a pronunciarse, podríamos explicarles las virtudes del silencio, los cartujos, san Bruno y lo demás, pero me temo que estos sermones no servirían sino para abrir más vetas en la mina de su desesperanza. No. Se impone otra terapia. Propongo darles una tribuna en la que puedan perorar con un eco de aplausos, silbidos y murmullos como esos que acompañan los diálogos en las películas americanas de la televisión pero propongo sobre todo encargarles la redacción de muchas leyes y muchos decretos con sus exposiciones galanas de motivos, sus artículos y sus disposiciones adicionales, transitorias y confunditorias. Sería este un hallazgo porque tales normas no entrarían jamás en vigor y, dígase de verdad, ¿hay algo más esperanzador que una ley inerte, que un reglamento sin vigencia y por tanto inofensivo? El ex diputado fabricaría así productos angelicales porque, digámoslo de una vez, se habría convertido en un ángel. Pura maravilla.