CRÉMER CONTRA CRÉMER
Bienvenidos
BIENVENIDOS todos: los buenos, los malos y los regulares. Porque todos, en el fondo, salvo naturalmente las excepciones que confirman la regla, somos buenos, necesitamos ser buenos y aunque con esfuerzo, así que se nos propone la ocasión, hacemos esfuerzos sobrehumanos para ser buenos. Yo no creo que el ser humano, por el hecho de nacer en una sociedad quebrantada, maltrecha y envenenada, tenga que ser malo, perverso y traidor. Los hombres -y naturalmente también las mujeres- nos hacemos día a día, mediante el contacto con las cosas. Lo repetía Pessoa: «Las cosas son las cosas, y solamente por escuchar el ruido del agua y el sonido del viento, merece la pena haber nacido». Nacemos para ser buenos, para ayudarnos los unos a los otros como quisiéramos ser ayudados. Amamos teóricamente al prójimo como a nosotros mismos o aún más si cabe, lo que sucede es que «la circunstancia» que decía Ortega, nos desvía de los buenos caminos, nos corrompe, nos pervierte hasta convertirnos en esos seres malos que somos, sencillamente porque hemos perdido la costumbre de ser buenos. En estos días, en los cuales, casi todos los pobladores de este universo en llamas, nos deseamos de palabra paz y felicidad, estamos obligados a intentar al menos el ejercicio saludable de ser buenos. Uno de los grafitos que me produjeron una impresión más conmovedora, fue el que descubrí en una esquina. Sobre un espacio gris, alguien con mano temblorosa y grafía de muchacho o muchacha en flor, había escrito: «Yo soy bueno». Y aquella declaración me llegó a las entrañas, precisamente porque al cabo de tantísimos años de andar peleándome conmigo mismo, había llegado a la torpe conclusión de que ya no quedaban hombres buenos en el mundo. Y aquella confirmación pública venía a replicarme, asegurándome que todavía, en un rincón quebrado de la geografía urbana de la ciudad, un niño, había creído necesario dejar constancia de que todavía en el mundo hay seres buenos, hombres generosos, prójimos ayudadores. Y precisamente, cuando sonaban músicas populares que envolvían a la ciudad en una atmósfera de solidaridad, de amor y de entendimiento, acepté con lágrimas en los ojos y gozos del corazón la sorprendente revelación. Sí, amables y generosos vecinos, compañeros del alma, amigos y enemigos, si existieran, todos somos buenos. El caso es ejercer de tales. Porque a veces la sociedad en sus tropiezos cae en manos de gentes mal avenidas y todo cuanto sucede parece inventado por alguno de esos mágicos endemoniados que todo lo tergiversan, lo confunden y lo pervierten. Yo soy bueno. Esto es lo que quería decir en este día, en el que nos disponemos a «encetar» el año, un año por cierto que se nos anuncia con arrebatos y desacatos de cierta gravedad y para cuya enmienda estamos especialmente llamados. Yo quiero ser bueno, todos queremos ser buenos. Ser malos no es negocio que satisfaga. Lo que hay que conseguir es que aquellos en cuyas manos están los resortes que mueven las voluntades, nos dejen ser buenos. Me lo repetía mi tía la del pueblo: «No te empeñes en ser lo que los demás están dispuestos a impedirlo. No somos buenos porque no nos dejan. Y ser bueno, galán, no consiste en poner la vega donde sopla el aire, sino producir brisas capaces de mover las almas».