No güelen
LAS CIUDADES ya no huelen como olían en sus calles estrechas, en las afueras de prao y cuadra o en sus adentros de rinconadas en las que cada día abría trapa y contraventana una panadería, un guarnicionero y una tienda de ultramarinos que se pasaba todo el invierno oliendo a naranja podrida y galleta revenida. Me apetece hoy darme una vuelta por la memoria (algo pocha también) compareciendo aquí con olfato y por narices. De crío iba cada día a la escuela cruzando media ciudad desde los finales de Padre Isla donde morían las casas y comenzaba un mundo de eras y sebes hasta las aulas de El Cid en el corazón de lo viejo, entre el Palacio de los Gañanes y San Isidoro. El trayecto era un atlas de sucesivos guantazos olfativos, perfumes y olores acres, agrados y tufaradas. Empezaba el recorrido con la peluquería contigua a casa y allí nos saludaba un tufillo de loción y barbería. Después, la tienda de Desio, que como era de ultramarinos, ya sabes a lo que olía. Más allá, una serrería enorme que rifaba intensamente por toda la manzana perfumes de chopo verde y agrio, sándalo de negrillo y esa balsámica resina de aguarrás que suda el pino cuando lo hacen vigas. Más adelante, frente a los maristas, había otros olores de madera, pero era ebanistería y no montonera de tablones, maderas de guinea, ocumen, cerezo, nogal... y colas de ensamblar; el carpintero era un agriado que nos espantaba y nosotros le tirábamos piedras panzonas a su larguísima cubierta escachando teja francesa y cayendo por allí con estrépito y repique de tambor: el tipo clamaba blasfemias y la muerte se paseaba por su boca. Pero el gran olor de este recorrido nos aguardaba unos pasos más allá, en el puente sobre el ferrocarril, tren hullero, ese que tiene el pretil con piedrona de sílice que usan aún hoy los viejos de la villa para afilar sus navajinas y sus chismorreos envenenados. Nos acaballábamos allí esperando a los trenes de vapor con su fumarada espesa por quemar en su panza briquetas de hulla y vomitar un humarro amarillento y grueso; era carbón preñado de sulfuros. Nos emborrachábamos con él inflando los pulmones y regustando el dulzón olor del azufre; y corríamos al otro pretil para no desaprovechar la propina. Así todos los días. Pobres pulmones. La nicotina, después, fue broma. (continuará)