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SI YA NO GÜELEN las ciudades como olían, tampoco saben. Relimpias e insaboras son. Es como el chiste: desde que inventaron el bidé y la máquina de cortar fiambre, ni el jamón sabe a jamón, ni el marisco a marisco. Ciudades asépticas y profilácticas. Malo. Cuando alguien huele a colonia de regalo es por ocultar tufos de chotuno y corruptela. Volvamos a los olores de cuando cruzábamos la ciudad camino de la escuela. Tras emborracharnos con humarro de trenes, aún quedaban otros narcóticos respiratorios, pues en el trayecto abría sus portonas un garaje, el de Emilio, con su densidad de aromas a gasoil, grasa, compresores y recauchutados. Nos pirraba el olor a gasolina y, cogiendo un cotón o trapos de taller, lo empapábamos en combustible y amorrábamos en él la nariz cuando cruzábamos ante la casa de un pellejero que tendía a secar cientos de pieles de todo bicho y ralea esparciendo por allí un olor a demonios. Era peste de curtidor, olor vivo y ancestral. Aún no habíamos llegado a las escuelas nacionales de El Cid y un rosario de bofetones a la napia y perfumes nos aguardaba junto al Arco de la Cárcel que algunos dicen Puerta Castillo, pues allí se apalancaba un carro de bueyes cargado de urces y leña. Venía de los pueblos del Torío que se plantan a pie de roble y urzal. Era combustible para estufas y hornos. Las urces y leña cortada tienen su olor intenso a líquen, monte y tanino. Al otro lado del Arco, unas paisanonas de Valdevimbre ofrecían golosinas de carrín y pitillos sueltos y unas manzanas que allí encaramelaban petadas en un palo. Aquellos dos carrines olían a bolas de anís, a regaliz y a queroseno de una estufa que arrimaban al faldón. Esos azúcares que nos enloquecían se sublimaban más allá en una pastelería que, cada vez que abría su puerta, nos mandaba un saludo de vainilla y de obrador de mazapán. Y olían las acacias con sus flores de achichola, olía agrio el empedrado con carajón de burro o boñiga, olía el almacén de lejías, la paquetería de libro y cartón del incipiente Everest, la droguería de Tiquio, el smog de incienso de la basílica, los pebeteros del monumento a los Caídos y, sobre todo, el cuartel de El Cid convertido en horno donde cocían los chuscos para toda la militarada y cinco mil reclutas. Hoy manda en las ciudades cierto perfume a tanatorio con el que escondemos la muerte.