Diario de León
Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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HACE UNOS TREINTA años Ponferrada vivió tiempos de dolor y parálisis. La hasta entonces vertiginosa ciudad del dólar empezó a morirse por dentro, ya no venía nadie de fuera, las minas del Sil languidecían, la universidad era un sueño, también la construcción de un pabellón deportivo, e incluso había más niebla que de costumbre, y sin duda llovía más y peor, y pasaba como si los días fueran más cortos que en años anteriores, y en medio de aquella tristeza severa y húmeda caminaba yo por las calles de la ciudad, quejoso de la época y de la vida, aunque siempre hermano de mi urbe natal, que se nos estancaba. Este pesar, empero, no era sólo mío, pues otras personas también lo sufrían en secreto, y no tardé en conocerlas y en fundar así una pequeña fraternidad. Éramos los dolientes de la demografía, los ultrajados por aquellos inamovibles cuarenta mil habitantes. Hasta que un día feliz logramos desembarazarnos de tanta pesadumbre. Fue cuando la voluntad venció a la melancolía. El hecho, casi milagroso, sucedió en el piso alto del viejo Centro Gallego de la calle Fueros de León. Todo pasó a calzón quitado. Tímidos los tres, nos costó un gran reparo confesar lo que cada uno había urdido por su cuenta para superar el drama. El primero que se desnudó -es un decir- fue el profesor de física Benito Biobra, que reveló su sistema para que Ponferrada fuera una de las ciudades más grandes de España, concretamente la quinta. El método era tan sencillo como burdo y consistía en añadir un cero al censo de los ciudadanos. Ponferrada, así, tenía cuatrocientos mil habitantes, e iba situada por detrás de Madrid y Barcelona y ya muy cerca de Valencia y de Sevilla. El profesor Biobra hizo enormes listados estadísticos con aquella cifra nueva y redentora, y disfrutaba mucho con sus documentos, que siempre llevaba consigo y que daban una gran sensación de verosimilitud, pues los diligenciaba en folios timbrados del sindicato vertical, donde trabajaba su esposa. Recuerdo que Benito Biobra dijo aquella noche que era urgente la construcción del aeropuerto internacional de San Genadio, e incluso avanzó su ubicación al norte de Dehesas. El otro miembro del grupo era Domingo Puente-Flórez. Gran delineante, había recreado Ponferrada elaborando un mapa prodigioso. Un plano de la urbe que respetaba sus calles reales, sus barrios, pero que los multiplicaba por diez situando entre cada calle cierta muchas calles inciertas. Por ejemplo, entre las pequeñas rúas del Padre Santalla y la de Diego Antonio González, Puente-Flórez creó nueve arterias paralelas y hasta se permitió reflejar en su plano completísimo los negocios situados en los bajos de tan gozosa proliferación urbana. Como consecuencia de sus sueños de bien, la avenida de España en lugar de tener unos doscientos metros de longitud superaba los dos kilómetros, y así pasaba, en proporción, con el resto de la ciudad, recorrida toda ella por una copiosa red de tranvías. Contaba Puente-Flórez que entre la Placa y la Ciudad Jardín un hombre sano y a buen ritmo tardaría casi cuatro horas en cubrir la distancia a pie. El tercer impostor era yo. Sin dotes para la contabilidad y profano en el dibujo técnico, hablé allí de una generación de escritores bercianos que ya estaban iluminando la vida cultural de aquella Ponferrada pequeña e interminable de 1974. Era ya muy tarde y sólo pude esbozar los nombres de los novelistas Amadeo Ocero, Antonina Argayo y el magistral Samuel Ruydeferros. Y cité a los poetas Abraham López Pereje, Nicanor de la Válgoma, Tita Río Álvarez y al delicado Gervasio Leonor. Y me extendí más con el dramaturgo René Campelo, propuesto para el premio Nobel aquel año, un hombre que vivía entre París y Camponaraya. Y ya fue entonces cuando nos dijeron que el bar cerraba, que teníamos que irnos. Hasta hoy.

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