EL PULSO Y LA CRUZ
A las puertas de la Cuaresma
SEGUIMOS con bajas presiones y viento gélido del norte. Dicho sea metafóricamente. Si la semana pasada hablamos de la tormenta desatada con motivo de la referencia que hacía una documento de la Conferencia Episcopal a las consecuencias de la «revolución sexual», las novedades nos debieron lanzar -si esta colaboración tuviera una perioricidad más corta- a enhebrar al menos unas líneas sobre el cisco montado en Peñarroya (Córdoba) por culpa, no sólo de la sentencia que condena al párroco por comportamientos nada santos con unas niñas de su feligresía, sino también por la nota de apoyo del obispado a ese párroco y por el posterior e inmediato relevo del mismo en el cargo pastoral. A estas alturas, el asunto ha dejado de ser actualidad palpitante. Bástenos lamentar, sincera y hondamente, que estas cosas -con la presunción de inocencia que conlleva el no haberse cerrado del todo el proceso inculpatorio- ocurran, y que además ocurran protagonizadas por clérigos, y que, para más inri, tengan como parte perjudicada a lo más sano e inocente de nuestras comunidades humanas y cristianas como son los niños. Estas cosas claman al cielo. Y con esto está dicho todo, si queremos dar a la frase mucho más que el sentido tópico y vulgar. En la Biblia, los pecados que claman al cielo son los más graves. Con la sensibilidad que nuestra cultura dominante tiene hacia estos dramas se demuestra que no es verdad del todo que en este momento histórico hayamos perdido el sentido del pecado. O sea, que no hay mal que por bien no venga. dicho sea sin ironía alguna y con los mayores respetos a las personas implicadas en esta lamentable histórica, aún inacabada. En los juzgados... y en la calle. Por nuestros pagos tampoco andan las cosas muy serenas que digamos. Pero no se alarmen. No voy a destapar ninguna nueva caja de Pandora. Nada que no sepan. Me refiero a las tensiones que se están viviendo en el Centro Hospitalario de San Juan de Dios de nuestra capital. Motivos de ausencia obligada fuerzan a este servidor a preparar esta entrega con una semana de antelación, con lo cual es posible que ustedes la lean cuando las cosas hayan podido cambiar sustancialmente. No obstante uno tiene claras unas cuantas cosas, que por otra parte, son extensibles a toda la obra social que hace la Iglesia en el mundo y a todas las obras sociales que por nuestras tierras tenemos en pie y en favor de los pobres, los ancianos, los abandonados, los enfermos. Lo serio es barruntar que esas cosas, claras para mí, no son compartidas por algún sector de la sociedad. Ejemplos. Que todas las obras sociales de la Iglesia son aplicación del mandato del amor fraterno y de la predilección por los necesitados, y no plataforma para el enriquecimiento o el poder o la supervivencia. Que, como servicio público que son, están supeditadas a las normas civiles, es decir, sujetas, verbigracia, a la declaración del impuesto de sociedades, a recibir las subvenciones a que hubiere derecho, a firmar los convenios pertinentes, a respetar el Estatuto de los Trabajadores y las leyes que lo desarrollan, a ejercer la responsabilidad de la dirección, la gerencia y la administración, a negociar lo que convenga y a enajenar los bienes propios si las circunstancias lo exigieran. Centrados en los problemas del Hospital San Juan de Dios, el asunto se encona cuando, por una parte, la empresa (que no es sólo la patronal, sino todo el conjunto de personas que en ella trabajan) pasa por dificultades financieras, la Administración autonómica (el Sacyl) no está dispuesta a mejorar las condiciones convenidas y el comité de los representantes sindicales se empecina en una única fórmula de convenio colectivo. Con ese triángulo cerrado no hay salida posible. Como no sea el cierre definitivo del Hospital. Si es que no acaba por triunfar la cordura, el diálogo sereno y llano, y la exclusión de calumnias y descalificaciones injuriosas. Y todo ello, Señor, a las puertas de la Cuaresma.