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Publicado por
CÉSAR GAVELA
León

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HAY UN DÍA en que la infancia nos deja, digo la infancia mágica. Ese día nos convierte en otras personas, aunque sigamos siendo niños. Es la fecha en que el dolor se descubre en toda su intensidad, y la maldad de los hombres malos; y de las mujeres, que de todo hay. Es un día que viene y que pasa, y luego nos olvidamos de él. Un día de tantos, nos decimos años después, cuando recordamos esa fecha, que estuvo marcada. Hasta que mucho tiempo más tarde ya percibimos que justamente entonces dejamos de ser niños, aunque en el fondo lo sigamos siendo también en nuestra madurez. Pero aún en ese caso somos niños de otra manera, ya sólo en nuestro mundo interior, porque así es la vida de exigente y recatada. Y porque la absoluta inocencia no vuelve aunque su eco brille de nuevo en el amor o en el arte. En estos días del invierno, a finales de febrero, yo he sabido, tanto tiempo después, el día concreto en que terminó mi infancia. O gran parte de ella. El día en que fui desterrado de ese mundo en que las palabras tienen la única densidad del mito, del misterio, de la distancia y el sueño. Fue la mañana en que se descubrió el cadáver de Soledad Sembranes. Una niña de doce años estrangulada con una cuerda en la calle del Rañadero de Ponferrada, luego apuñalada en el pecho. Yo conocí esa historia, prudentemente falseada por mi madre. Dulcificada para un niño cuyo mundo era sencillamente su casa, el parque de la MSP, algunos recuerdos de Asturias y los amigos que hice en la escuela de doña Lucrecia, en la calle de Diego Antonio González. Mi madre estaba realmentev muy impresionada cuando me narró los hechos. Tenía que contárselos a alguien, le quemaban, y yo era su hijo mayor. Ella venía de comprar en la plaza de abastos, y allí le habían referido la tragedia, aquel sábado. Yo me puse a escucharla, de pie recuerdo, y en el suelo quedó un coche verde con el que estaba jugando, un Chevrolet descapotable de hojalata que el mago Chalupa, el gran amigo de los niños de Ponferrada (va por ti, Cito), me había traído el día 6 de enero. Mi madre me contó que habían matado a una muchacha. «Se llamaba Soledad», precisó, y yo le pregunté por qué lo habían hecho, y ella dijo que por no creer en Dios; no encontró otra explicación para aquel niño preguntador: Y como a mí me pareció inconcebible el motivo, y como mi madre advirtió mi extrañeza, dijo luego que el culpable de aquella muerte le había dicho a Soledad que si creía en Dios la mataba, y ella, como una mártir, ratificó su fe, y efectivamente fue asesinada. Esa historia la tuve por buena hasta que llegué a la pubertad y supe cosas que no podía entender a los seis años. Luego Soledad desapareció y yo muy pocas veces regresaba a su recuerdo. Pero siempre estaba ahí, permanentemente, como un aviso. Como la causa de la primera conversación de mayor que mantuve en mi vida. Aquella Soledad Sembranes, la niña castellana de Castroponce de Valderaduey muerta por un muchacho gallego que volvió a matar a otra mujer en 1980, también en Ponferrada, una heroica vendedora de libros en esta ocasión, y que hace veinte días presuntamente atacó a una señora, esta vez en León. Insaciable sujeto que patentiza la insólita benevolencia de nuestras leyes penales. Pero vuelvo atrás, a lo lejos. A Soledad Sembranes, que había venido al Bierzo para atender a una señora de edad, doña Catalina. Vuelvo a mi madre, a sus palabras, que recuerdo perfectamente. Ella acudió en la mañana cruel a la calle del Rañadero. También me contó eso. Y que habló con un policía, que abandonaba en ese momento la casa del crimen. Y que aquel policía, lo recuerdo también nítidamente, le había dicho que le había dado una gran paliza al presunto asesino. Todo sórdido y terrible: una lluvia de realidad para aquel niño de la Avenida de España. Y ahora estoy viendo a mi madre, su relato escucho, en la mañana grande de la ciudad pequeña. 1397124194

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