Diario de León

CRÉMER CONTRA CRÉMER

La guerra ha comenzado

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VICTORIANO CRÉMER
León

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QUIERO decir el plazo legal para que los ilustres candidatos a lo que fuera, se acojan a la ley para desnudar al rival y dejarle a culo pajarero ante los electores, o sea convecinos y amigos. Tal vez exagero cuando no sé por qué me empeño en comparar los encuentros políticos electorales con la guerra, dado que en estos encuentros afortunadamente nadie muere. Es decir, pienso que para el candidato, su derrota en las urnas equivale a una muerte súbita. Sobre la ancha campa, o el Camposangrado de que hablan las leyendas, los ejércitos de Alifanfarrón, que diría don Miguel de Cervantes, se despliegan , al aire los brillantes airones de los capianes y brillantes de sol las toledanas espadas. Amilivia, De Francisco, Zapatero o Morano, por no citar a cuantos forman parte de los ejércitos, se disponen a pelear como los valientes por la conquista del «puesto que tengo allí», que se decía en la canción guerrera e imperial. Y cada uno de los paladines aplicará a la batalla la estrategia que mejor convenga a su mayor gloria, lo cual -dicho sea sin ánimo de amargar glorias- no quiere decir que el resplandor de la gloria alcanzada consiga la felicidad para las buenas gentes y mejor vasallos. Ha sonado, puesto, la hora de las grandes decisiones, de las verdades enteras y verdaderas, de las promesas de honor, que, o se cumplen o se convierten en cargos de conciencia para el infiel. El pacífico elector, el hombre de la calle, del taller, del despacho o del estrado, se dispone a prestar atención al discurso del paladín, convencido de que lo que dice, lo que asegura, lo que promete, es tan cierto como la luz que nos alumbra, y será desarrollado, en el transcurso del mandato que se le otorga con lealtad y honestidad. Transcurrido este tiempo de aleccionamiento, de alistamiento y de apasionado sentir, el elector depositará su voluntad en forma de voto y se tenderá a la sombra del árbol emblemático a la espera del resultado de su decisión. Y puede ocurrir o por mejor decir, suele ocurrir de todo: Que resulte victorioso aquel al cual nosotros no otorgamos la menor esperanza o por el contrario, que consiga salir airoso en la demanda, precisamente aquel en el cual habíamos depositado todas nuestras esperanzas, que, ¡ay!, casi nunca, (por la fatalidad del destino y la condición humana), se cumplen. No es verdad que nosotros, los electores sin causa, ni quitemos ni pongamos rey, que sí que quitamos y ponemos virreyes. De ahí la importancia que tiene nuestro voto. Pero también de esta confrontación debiera de salir el enorme cargo de conciencia que debe corroer a aquellos que prometieron con engañosas sugestiones, la paz y la felicidad. Lo perverso de este juego transciende como son las elecciones es que nadie se enmienda ni corrige: Los que vamos hacia las urnas como al mar van los ríos, porque seguimos dejándonos engañar y pagando los portes debidos; y los que tomaron parte en la pelea, porque si se levantan con la victoria, seguirán jugando al escondite inglés. Y a lo peor, continuarán intentando convencernos de que sus actos se atienen escrupulosamente a los más claros principios de la democracia. Pero si así lo hemos visto, ¡alabado sea Jesucristo!

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