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ES PRIMAVERA en el cortinglé y ya se anuncia también en verde y en flor de campo árido por toda el Asia Menor, allí donde el Tigris y el Éufrates riegan la pasión terrenal y donde los almendros hace cuarenta días que florecieron. La sangre está en aquella primavera tan alterada, que corre por las cunetas. La sunna y la chía son las dos caras de perro del mismo Islam, los dos ríos de la fe en Alá que bajan broncos y con muertos flotando en tupida almadraba que permiten, pisándolos, cruzar la corriente sin mojarse. La sunna y la chía se tiran sus muertos a la cara y, cuando se les acaban, hacen más; de cien en cien. La reguerada irakí, paquistaní o palestina llena de sangre las bocas. En cada casa hay una o dos fotos de hijos mozos de la familia que reventaron por bomba o recosidos en emboscada. ¿Quién cree que ese odio recrecido cada vez que en esa casa miran a la pared se extinguirá en una generación? Ni en dos o tres. Ese odio es fe de vida, exaltación de razón propia, un talión pendiente y jurado. Por la calle abajo en Kerbala o Bagdad bajan cortejos vociferantes de entierros y venganzas con vientos de terror que anuncian tempestades. Se desafora la musulmanía. La religión es la catarsis y la disculpa de todo lo demás. Occidente se escandaliza y piensa que una religión en la que sus fieles se matan entre sí es una religión perversa, demoníaca y muy peligrosa. A por ellos. Occidente debería callarse. Las guerras entre cristianos avergüenzan nuestra memoria. Las matanzas francesas de hugonotes, las masacres ginebrinas de protestantes a mano católica, los estragos irlandeses entre bandos que matan al otro tras comerse cada cual los pies de Cristo... La religión fue de antiguo el mejor resumen de la pasión humana. En cada confesión hay siempre dos banderas, dos iglesias; incluso en cada familia religiosa: hay carmelitas de olla y reformados, benedictinos de abadía comendataria y cistercienses de rigurosa observancia, clérigos de seda veneciana y franciscanos de arpillera... seguidores de unos, leales de otros, gentes de esta cofradía o de la otra que ni se miran. En el mundo islámico no tendría por qué ser distinto. Y si la sangre no mana del odio, uno mismo se acuchilla las espaldas o el cráneo y bebe la sangre propia que les resbala por la cara para emborracharse de tirria eterna.