Diario de León
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LUIS ARTIGUE
León

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PRESENTE e invisible como la voz de la conciencia; gigante con pies de barro como todo aquel que sustenta sus certezas en la verdad matemática, como todo aquel que piensa que la ciencia todo lo mide. Ahora mismo ahí están el politólogo, el experto en sociometría, el estudioso de la sociología social electoral y el director de estrategia de campaña haciendo cábalas, números, numeritos y contando hasta con los dedos de los pies al ver los resultados de las encuestas. ¿No debería por fin alguien encargar una encuesta para saber cuántos españoles se creen las encuestas? ¿Y otra para saber cuántos políticos de verdad no se las creen? A mí de esta feria electoral de siempre me fascina la figura del asesor político, que viene a ser algo así como el tramoyista que mueve los hilos de la marioneta, y también es el ventrílocuo: parece que está hablando el político pero, en realidad, sólo mueve los labios y estamos escuchando a su su asesor. Ya sabemos, aunque no siempre lo tenemos en cuenta al votar, que el principal error de un político, el que más hace sufrir a la ciudadanía, se llama vanidad. ¡Qué terrible ese peligro que tiene el poder, esa falsa sensación del político que, ante la algarabía de la masa exaltada, piensa que vale más de lo que vale y que es más de lo que es! Dicho escollo, la vanidad, está frecuentemente alimentado interesadamente por esos modernos intrigantes palaciegos que son los asesores del político. Llama la atención que los candidatos mediocres acostumbran a rodearse de asesores a su altura porque la inteligencia, por lo general, les acompleja. Sin embargo los interesados por lo público o candidatos de más entidad se acompañan de gente sagaz y leal porque reconocen que, a la larga, resulta mejor. El problema es que cuesta mucho encontrar unidas en una misma persona estas cualidades. Intuitivamente yo veo al buen asesor como alguien sabio y humilde, con algo de curandero anímico y mucho de jesuita confesor. Por eso, creo, tiene más posibilidades de ser humilde un asesor que un político pues al político no se le permite la humildad si quiere ganar las elecciones. Está claro que durante la campaña electoral hay que sobredimensionarlo todo, sobre todo la imagen del candidato. Habida cuenta de la realidad alterada que fabrica la política, la democracia actual parece querer convertir al que tiene talento en asesor, y al político dedicado en marioneta del asesor y del partido. Todos los actores participantes aceptan esta trampa de nuestro sistema menos el votante que, frecuentemente, vota engañado o manipulado: a la larga nos damos cuenta y por eso actualmente hay tanta desafección para con la democracia. A mí, que Woody Allen me ha aconsejado que lleve toda reflexión al terreno del humor, me parece que la democracia actual sería más perfecta si los partidos políticos se dejaran de hipocresías y presentaran directamente como candidatos a los asesores. Las cosas claras y la política espesa. Si un asesor es quien sabe y un político quien mejor vende lo que otros saben pues adelante, asesores al poder y ahorrémonos intermediarios, diría Groucho. Me fascina ese Pepito Grillo que a lo largo de la Historia ha sido y actualmente es la figura del asesor del político: notable que no figura entre el consejo de notables, consejero mayor en la sombra, experto. Talleyrand fue uno de esos asesores en varios gobiernos de Francia, Fuché, el jefe de la policía, era «los ojos y los oídos de Napoleón». Imprescindibles para el poder fueron también las validos de la corte en la España del siglo XVII como Godoy o el Conde-Duque de Olivares pero en Inglaterra, en mi opinión, se dio uno de los más grandes asesores políticos: Tomás Moro. Ahora, en campaña, asistimos al trabajo en la sombra de los asesores, aunque sólo podemos votar a sus jefes. Sea esta columna de ficción un admirado homenaje a todos ellos.

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