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TE DECÍA que cruzando la noche de Omaña me topé con un raposo recién muerto en la carretera, una zorra chica, que hembra era; y te dije que paré y que retiré a la cuneta el cuerpo de esa difunta que Dios perdone; y que en un acceso incontrolado de algún instinto ancestral que me duerme en la tripa, le corté el rabo estrenando una navajina sabia que tiene cachas de boj tallado, acero hijo de guadaña vieja y un filo de escalpelo que afeita un pelo en el aire (las hace un herrero de Piedras Albas, allí donde Lucillo, pero me la regaló gentilmente en Astorga un vaciador que tiene la cuchillería más guapa y servida de todo León en un esquinazo cercano a su plaza mayor; gracias, paisano, por seguir abriendo las puertas de esa basílica de navajas y del antiguo oficio de afilar). Le corté el rabo a la zorra. De sus despojos habrán dado cuenta pajarracos, carroñeros y una buena tropa de insectos que tendrían ese día una gazuza mortal después de una semana de nevadona sin llevarse nada a la boca que no fuera hojarasca, raíz y roer estaca. Pero cortarle el rabo es una macarrada impresentable porque se hace para exhibir trofeo y depredación. Hace unos años era moda; lo llevaban todos los horteras y un teniente joputa que me tocó en Gerona que lo ponía en la antena. Esto lo pensé después de haber desrabado a la zorra chica. Antes fue un instinto primario quien me gobernó: apropiarnos de un símbolo o cualidad del animal salvaje, un amuleto de su sagacidad, su escurridiza libertad. Pero mi pregunta es ¿y qué coños hago ahora con ese rabo que tiene tanto pelo? Lo tradicional sería una collarada de tabardo para abrigar la nuca, pero haría falta otro y no es plan (a punto estuve de atropellar otro raposo que se me cruzó en Pandorado, pero eludí el instinto). Los abolicionistas de la piel animal como prenda no podrán echármelo en cara. Nadie mató esa zorra para vestirse con ella; fue fatalidad. Después de todo, libré al rabo de pudrirse en el campo. Ya, pero... Lo ataré a una vara-lanza como hacían los indios puebla con el rabo del coyote y la clavaré en un monte como exvoto. O mejor: la ataré al rabo de una perrita caniche para que se pavonee en los parques; es pija, de piso y muy inflapollas con la masculina población canina, así que ahora los perros del barrio podrán decir con más propiedad, «mira, por ahí va esa zorra».