LA GAVETA
Blanquiazul
MI PADRE estaba en la salita, sentado en un sillón, la luz de la avenida de España le entraba por la izquierda, aunque era una luz oscura, la persiana estaba entornada, había una tristeza grande en la tarde, yo era un niño bastante pequeño, un niño que jugaba por la casa, que me parecía interminable y que entonces tal vez lo era, y no sé como llegué hasta la salita, con sus sillones orejeros color crema, y los cuadros de paisajes asturianos, y un jarrón verde con vetas doradas, y mi padre con la cabeza entre las manos, rey de la consternación, no hablaba nada, yo le miré aterrado desde la puerta, mi padre que era un pequeño dios, claro, y entonces mi madre, que me vio por allí, me dijo que dejara a papá en paz, que le dolía mucho la cabeza, que estaba muy disgustado, y yo le pregunté por qué y ella me dijo que todo era cosa del fútbol, un infortunio enorme, y como yo sabía muy poco de fútbol, en realidad nada, me quedé como ante un misterio, me di la vuelta impresionado, no sé si volví a jugar, y la tarde cayó del todo, debió de caer, y mi padre tuvo que acostarse luego muy triste, y su dolor supongo que duró varios días, aunque también creo que le duró siempre. Un poco, siempre. Ese día nefasto corresponde a 1958. Mayo o junio, imagino, yo a punto de cumplir cinco años. La fecha la conocí mucho más tarde, en una historia ilustrada de la Sociedad Deportiva Ponferradina. Y supe entonces, tantos años después, que el motivo de la pena de mi padre estaba muy justificado porque el equipo blanquiazul había sido apartado del ascenso a segunda división en un partido de desempate dramático, donde un árbitro infame y cruel expulsó a cuatro jugadores bercianos. La ciudad de este delito era Burgos y el equipo rival, el Baracaldo, un club que viste de rayas negras y amarillas y al que muchos años después, cuando venía a jugar a Ponferrada, aún mirábamos con un rencor justiciero. Así fue mi amanecer al fútbol, a su inagotable baúl de gozos y sobre todo de sinsabores. Porque todas las alegrías se estrellaron contra un muro: la segunda división. Nunca se pudo subir a ese nivel que tantas otras ciudades menores conocieron: Abarán, Alzira, Inca, Écija, Palamós... hasta la liliputiense Mollerussa. Pero nosotros, los de Ponferrada, nunca. Y esta temporada mucho me temo que tampoco. Aun así, las cosas ya no son iguales porque la gloria del fútbol se limita a la primera división, no en vano la segunda, antaño prestigiosa y galana, ahora es un pasillo donde unos equipos que pelean por salvarse acaban subiendo de rebote, y otros que se despistan en su lucha por el ascenso terminan despeñándose. Es una categoría nerviosa y de gradas medio vacías. Y si la segunda es eso, la segunda B donde navegan Deportiva y Cultural es un yermo sin otra ley que la del ascenso. Y ahora añado que, aunque ponferradino, me gustaría que este año subiera la Cultural, que parece que va mejor encaminada. Porque lo que es bueno para León, es bueno para el Bierzo. Y viceversa. No sé por qué, pero a medida que van pasando los años, me interesa cada vez menos la lírica, muy poco ya, al tiempo que mi afición por la épica no deja de crecer. Una épica que nada tiene que ver con los asuntos bélicos pero sí con el tiempo, con las personas que uno conoció y murieron, y que por eso ya son leyenda, y con otras que fueron valientes en este o en aquel orden de la vida; y también con las que uno se inventó. Y por el río de esas evocaciones y sentimientos quien tampoco termina de irse es el fútbol, aguanta lo suyo. Por eso aún brotaría en muchos bercianos una felicidad muy profunda y algo ridícula al tiempo si la Deportiva lograra lo que nunca logró: ese ascenso que ya es un mito. Entonces la gloria se juntaría con aquel disgusto enorme de mi padre, tan histórico, y lo redimiría para siempre.