CRÉMER CONTRA CRÉMER
Mujer, divino tesoro
DE UNA SOLA tacada, en el día de ayer, martes del mes de marzo del año electoral del 2004, se han registrado tres o cuatro nuevas señoras víctimas de sus compañeros sentimentales, de sus novios o de sus ex maridos. Señoras ya con años y experiencias, muchachas en flor y niñas que van por el mundo como Caperucitas, caen a los pies y a las manos de personajes extraños, unos originales y otros clonados, procedentes de los más diversos países del universo mundo y de la propia Península Ibérica. Nunca, en la enorme y gloriosa extensión de la peripecia hispano-romana se habían dado tantos salvajes sueltos ni tantos cadáveres tirados en la calle, en el bosque o en los pisos sociales. Nigerianos, colombianos, marroquíes, turcos y hasta beduinos del desierto, son denunciados como asesinos de mujeres, también de distinta procedencia y color. En España, desde que se acabaron los personajes de Arniches que iban por los sainetes solos, nadie osó nunca pegar a la mujer. Y en zarzuelas tan emblemáticas como «Gigantes y cabezudos», se declaraba que «No hay pecado más horrible / que pegar a una mujer...» Y a lo sumo el protagonista de «La Verbena de la Paloma» o piezas así, se permitía la licencia de proclamar que «su» señora le respetaba como tenía que ser, a cambio del respeto que el compañero le concedía. Y con pan y cebolla eran felices y no es que comieran perdices porque en España las perdices estaban reservadas para el señor Conde, pero nadie acababa sus días con la carótida partida al pie de los sagrados árboles del bosque ni a la sombra protectora de los Juzgados. Porque esta es otra: En aquellos pintorescos tiempos del sainete los señores jueces de distrito, de la Audiencia o del Constitucional habían tomado tan en serio su cometido que ni siquiera con música del maestro Guerrero permitían que en su demarcación se cometieran actos de fuerza contra la mujer. Y cuando sucedía que algún arrebatado por los celos se «cargaba» a la novia, como en León se produjo en dos ocasiones famosas, el señor Juez, que solía ser un personaje imponente, de mirada severa pero acogedora y cariñosa, disponía que el exaltado cumpliera sus obligadas penas en chirona, en la cárcel. Y la paz se producía y se extendía la sensación de seguridad ciudadana, de manera tan total, que hasta Caperucita podía cruzar el bosque con las viandas para la abuelita sin temor a que le asaltara el lobo. Bueno, pues ahora y en la hora de nuestra justicia altamente calificada y con jueces jóvenes, guapos y con futuro como miembros del Consejo no hay señora, ni siquiera Juana de Arco, que se atreva a salir a la puerta de casa por temor a ser agredida, asaltada, violada y muerta completamente. Incomprensiblemente en nuestro tiempo se puede dar y ser da el caso de un padre que es capaz de abusar de dos niñas de 14 y de 8 años de edad, y encontrar en su camino un señor juez o un Tribunal formado por varios jueces que reducen la pena que le fuera impuesta con la salomónica justificación de que para cometer su vandálico acoso no tuvo necesidad de «intimidarlas». Y el tal canalla anda por la calle libre como la burra del guarda. A lo que opone mi vecina: «¡Ay Don usted, que hasta los jueces se equivocan!».