Travesía del desierto
ES MUY explicable el desconcierto que ha embargado al Partido Popular tras una derrota tan inesperada. La gran contrariedad se ha producido, además, en unas circunstancias excepcionales, a tres días del mayor atentado que ha padecido nunca este país. Y esta circunstancia singular ha facilitado grandemente el análisis conformista y tranquilizador que ha realizado el PP para su propio consumo: la derrota no se ha debido a los errores cometidos sino a la fatalidad; una fatalidad además inducida con gran marrullería por los enemigos exteriores del partido. Naturalmente, al ser Rajoy víctima de una conspiración, es lógico pensar que no hace falta rectificar el rumbo: bastará con tomar en el futuro mayores precauciones. Pero no hay prisa por reflexionar sobre las causas del desastre cuando lo realmente urgente es sobrenadar el naufragio y trazar las líneas de avance, el proyecto de futuro. De entrada, el PP, que acaba de renovar sus principales secretarías, ha de estar preparado para sufrir otro gran revés el 13 de junio, en las elecciones al Parlamento Europeo. Es evidente que para entonces el Gobierno socialista, que apenas habrá comenzado a andar, estará todavía en estado de gracia, adoptando un cúmulo de decisiones populares y socialmente muy apreciadas, entre ellas la retirada de las tropas de Irak si no se cumplen mínimamente las condiciones exigidas. Quiere decirse, pues, que necesariamente el PP deberá rectificar sus primeros análisis en el sentido de apreciar que el desapego del electorado tiene razones mucho más profundas que las que hasta ahora se han querido reconocer. Y es muy probable que, cuando tenga lugar el próximo Congreso que en teoría habría de servir para consolidar al nuevo equipo, algún sector del propio partido decida cuestionar unos nombres que, en general, no tienen acreditada su capacidad de seducción. Probablemente, porque los partidos demuestran que han perdido su sentido de la realidad precisamente en las designaciones que realizan: le pasó al PSOE al final de su larga etapa de poder, y le ha pasado al PP desde hace un tiempo: sólo la arrogancia cargada de obstinación puede explicar algunas designaciones ministeriales en la última etapa de la presidencia de Aznar. Y quizá ahora esté ocurriendo otro tanto. En efecto, el voluntarioso Acebes se vio claramente sobrepasado por los acontecimientos del 11-M, y su precipitación obcecada fue en gran medida causante de la desafección de la opinión pública. Michavila no se ha caracterizado precisamente por impulsar la 'regeneración democrática' que reclama buena parte de la ciudadanía. Y Carlos Aragonés, un 'fontanero' de indudable valía, ha sido sin embargo un personaje demasiado oscuro y demasiado ligado a Aznar para pensar de él que arrastrará a las muchedumbres. Por lo demás, si se tiene en cuenta que ha sido la socioeconomía el motor del Partido Popular, no acaba de entenderse que no haya junto a Rajoy un referente claro de la herencia de Rato, manifiestamente postergado por el posaznarismo y deliberadamente arrastrado hacia altos cometidos internacionales desde los que ya no pueda molestar. Rajoy, por su parte, se ha acreditado como un político de fuste, pero, eclipsado hasta ahora por Aznar, deberá demostrar su liderazgo, su ideario y su capacidad de formular y defender un proyecto integral sobre unos vectores propios, que ya no pueden ser los heredados. En suma, con estos mimbres -la expectativa de una segunda derrota en pocos meses y la designación de un equipo gris y átono sin brillantez alguna-, difícilmente el principal partido de la oposición podrá hacer algo más que oponerse. Cuando quien aspire a invertir el signo de la mayoría -Zapatero lo ha demostrado cumplidamente- tiene que ofrecer, además, designios bien cuajados, proyectos atractivos y una cierta aptitud, tanto personal como colectiva, para generar ilusión.