Diario de León

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QUÉ BONITOOOooooo... qué preciosooooo... exclaman algunos desnucando la mirada y el pasmo. Tiene la cosa todos los colores de un catálogo titanlux, está sobrado el fresco de estampas sagradas (algunas tienen mensaje y consigna como aquellas cartelas de pasillo de internado), son un calco de estilos bizantinos en tabla de icono y las vidrieras que van encima son de congelar el respiro... son las pinturas de La Almudena que bocetó y piceló el paisano Argüello, Kiko neocatecumenal. Es un «tojunto» que roba la mirada desierta en esa frígida catedral madrileña parida anteayer con neogóticos que parecen de escayola como si fueran el decorado de una película imperial de Juan de Orduña. Digamos que templo y decoraciones son tal para cual, no se desmerecen; son discutibles y discutidas, especialmente esas vidrieras que son una patada en la barriga del arte del vidrio. Remata el pasmo una bóveda con estampados de mucho colorete que evocan trazos de pañuelo de Cachemir de ocho puntas. Hay quien se emociona con tanta estampa evangélica juntada sin respiro. Al pintor le llueven ahora los encargos. Pero hay quien también piensa que la cosa es un paso atrás en arte religioso y que chirría y horteriza aún más, si cabe, ese templo del querer y no poder. Admira que el arte litúrgico regrese ahora al trillado camino del apabullamiento iconográfico, al barroquismo espeso que busca una teatralidad catequética del misterio, la tragedia, la gloria, la profecía y la salvación al temple recetada como cromos para que la entienda el pueblo fiel que ocupa los bancos mirando a las apabardas, oyendo sermones como campanas y diciendo amén. Hace cuarenta años los católicos en concilio acordaron que la fe no tiene mucho que ver con la truculencia de retablos y el abuso profeso de santos, cristos y vírgenes de toda advocación plagando los templos. Se estimó la desprovisión de tallas y artes que distraen, confunden o inyectan magia y superchería milagrera en la fe popular. Las nuevas iglesias conciliares nacían desposeídas de imaginería y pan de oro, pared desnuda, el hombre a solas frente a Dios. Pero volvemos a las andadas. La iconografía vuelve a ganar a la palabra. El arrobo embelesado ante la cara pinturera de una talla de Olot mueve más que la fe. ¿La doctrina es un fresco? Por ahí se vuelve.

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