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NO FUE ARCADIO Valdeón quien me dictó aquella profesión de fe que publiqué aquí hace diez días. Me llama furioso un lector que firma y afirma llamarse así, Arcadio Valdeón. Se duele el tipo y exige que rectifique. Le indico que arcadios valdeones puede haber unos cuantos. ¡Y una mierda!, sólo hay uno en toda España, ¡yo!... Anda el tío, ¿y usted cómo lo sabe?... Me gritó que ese dato lo pone el carnet de identidad de cada cual en la parte de atrás, en el extremo de la segunda línea de dígitos del fondo. Parece correcta la apreciación; el dni incluye un número que confirma cuántos más se llaman igual que nosotros; me han comentado este extremo en varias ocasiones. ¡Pues entonces, rectifique, cabestro!, concluyó mi comunicante con sutil diplomacia. Y aquí lo hago: el Arcadio Valdeón de mi artículo no es verdadero, sólo es Arcadio ese señor que me grita urgiendo a que le libere de esa retahíla de majaderías que le imputé. Jamás, me dijo, pensaría yo esas imbecilidades y extravagancias; eso es de un cagasentencias, ¡hagaustelfavor! Rectifico; coñazo de tío... Aquella profesión de fe (que desfiguré y amorcillé al embutirla en el artículo de marras que tanto escoció al tal Arcadio) la fue escribiendo en cinco servilletas de bar L. Montañés en la marea luminosa de una noche pedo hace unos cuantos meses. L. Montañés trabaja en un laboratorio, ha sobrepasado con risas los cuarenta, ha escrito dos libros de poemas, un ensayo breve sobre sociología celular y una carpeta de cuentos cortitos que nadie conoce porque jamás ha accedido a publicar lo que escribe (y no por vergüenza), es sentimental y veloz, tiene la pata fina y el culo gordo (como la estirpe del tordo), se queja de tener poco pecho y muchas veces se pasa de fresca la tía, pero la quiero un rato largo, es buena de largura y es lista al salto; hasta su puntita de maldad es espuma. Le robé esas servilletas a L. Montañés y mañana, supongo, dejará de hablarme, porque tengo la intención de publicarlas tal cual (no recortadas o enmendadas como las puse en boca de Arcadio). Respondo así a dos de los principios básicos del derecho: el «suum cuique» (a cada uno lo suyo) y el «alterum non lédere» (no lesionar al otro). Son actas de fe para sacar a la luz; tienen su algo y su rebote. El credo de L. es de sorber y mojar. Mañana saco el pan.

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