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Publicado por
FRANCISCO SOSA WAGNER
León

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LO MÁS emocionante de la sociedad de consumo actual es la sorpresa que deparan los establecimientos comerciales. Antes, cuando el coche necesitaba combustible, acudíamos a la gasolinera, aquellas en las que un poste, un único poste, nos suministraba el chorro energético de una forma adusta y seria. Tenía aquél poste maneras de guardia civil y estoy por pensar que su diseño se inspiró precisamente en la imagen de la benemérita que es anterior en el tiempo, de cuando la década moderada y doña Isabel. ¿Qué ocurre hoy? Algo bien distinto: en la gasolinera lo de menos es echar gasolina porque a lo que vamos es a comprar pan, leche, zumos, discos, zanahorias ...Normalmente es solo cuando tenemos en la cesta el vino de añada y el queso de cabra cuando nos acordamos del coche que nos ha conducido hasta allí, que espera fuera humilde su ración como también podía esperarnos un perro bien educado. Lo único que echo de menos en las gasolineras actuales es una escuela de ESO y una facultad universitaria que ofrezca másters y créditos. Pues ¿y las farmacias? Pasó la época aflictiva en que acudíamos a ella en busca poco más que de aspirinas y sulfamidas, que no de condones, a la venta solo en el sórdido barrio chino. La farmacia era un lugar alicatado de esos antibióticos que matan/devuelven la vida. En la actualidad lo que menos nos interesa en ella son los medicamentos, y eso que los hay estupendos, en envases muy elegantes y con unos efectos secundarios que no se dejan amilanar fácilmente, dispuestos siempre a las mejores hazañas y a superarse en sus propias marcas destructivas. Los medicamentos actuales tienen algo de «delicatessen» y solo falta que la Guía Michelín incorpore a las farmacias en sus circuitos para darnos cuenta de los más distinguidos y los más logrados. Hoy vamos a la farmacia a comprar caramelos, calzado y muchos juguetes. Me imagino que en las facultades de Farmacia habrán incorporado las asignaturas de zapatos y chucherías y habrá ya en ellas catedráticos de fruslerías variadas. Pariente de la farmacia era el depósito de cadáveres en los que no podían encontrarse más que personas completamente muertas. ¡Quita ya, tanta pena y tanta angustia...! Hoy les llamamos tanatorios, son privados como dios manda, y hay en ellos bares, cafeterías, sala de lectura, piscina, fitness, peluquería, pronto un casino con ruleta. No todos pero muchos de los que van a un tanatorio vuelven nuevos, con las uñas hechas y un masaje en la espalda enérgico y vigorizante. Ahora, lo más espectacular es el quiosco de los periódicos, también un alarde de austeridad en el pasado. En él no encontrábamos sino la prensa del Movimiento nacional y los discursos del caudillo que eran una pena vistos desde la perspectiva de la oratoria clásica y de nuestra cuajada tradición al respecto. ¿Qué había más? Las novelillas de Marcial Lafuente, José Mallorquí y, por supuesto, la inolvidable Corín Tellado. Ahí acababa la oferta. A lo más, en las capitales de provincia con arzobispo, se hallaban también las aventuras de Agatha Christie, de Georges Simenon, de Chesterton o las terroríficas de H. P. Lovecraft. A veces bajaba el globo de Julio Verne. Lo demás, a la librería o a la biblioteca, antaño abundantes, que las había públicas y privadas, como hoy las películas para el vídeo. En los quioscos hay hallazgos muy pintorescos: coleccionables, de pipas, de cajas chinas, de barcos, de pistolas, de relojes.... Y no solo disfrutamos de la libertad de comprar el periódico que más nos pete sino que podemos escoger, según nos lo pida el paladar, entre Cervantes y Thomas Mann, entre Maquiavelo y García Márquez. O Martin Heidegger, si estamos de antojo, con sus recovecos intelectuales tan herméticos. La gran imaginación literaria, el gran estro poético al alcance de todos los españoles, como antiguamente el NODO, pero en fino y en creativo. Ahora solo falta que el sistema educativo hispano se encargue de enseñar a leer.

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